Fue una innecesaria guerra que siempre mantuvieron conmigo los políticos con los que trabajé a lo largo de treinta años en la función pública. Si eran de izquierdas, recelaban pensando que yo no era lo suficientemente marxista para defender sus colores y, ya conocen el funcionamiento democrático de nuestros representantes, si tú no estás de su lado es que estás descaradamente contra ellos.

Lo mismo ocurría cuando los inquilinos de los despachos eran los de derechas. Esos me dibujaban como el demonio trotskista de La Bajadilla y me hacían la cruz por rojo sufriendo incluso algún que otro guillotinazo al más puro estilo francés.

Y es que estas cosas pasan en los pueblos y en las capitales de nuestra España porque cuando algunos tocan poder terminan transformándose en el Batman justiciero de sus rencores y frustraciones pasadas.

Así que siempre quisieron conocer la bandera que defendía, como si un funcionario debiera enarbolar en cada momento la señera de sus gobernantes, aunque por norma intenté defender lo que en conciencia creí de justicia.

Pero, con el fin de tranquilizar a tanta mente curiosa, creo que a estas alturas de mi vida estoy en el deber de aplacar sus almas y explicar, ahora y por escrito, el color de la bandera por la que he luchado todos estos años.

Mi bandera es el primer llanto de un niño nacido de María en el hospital de La Caridad, hoy Fundación de Cultura José Luis Cano; mi bandera es una infancia en la calle Lugo de La Bajadilla, el Club de la Iglesia de Santa María Micaela y el colegio Generalísimo Franco; mi bandera es una adolescencia en el Instituto Femenino; mi bandera es un Rinconcillo de baños eternos, papas fritas de cartucho y bollitos bilbaínos inmunes al sol; mi bandera es un puerto pesquero; mi bandera es un Martes Santo esperando la salida del Medinaceli en la plazoleta San Isidro; mi bandera es un cine de verano y un parque María Cristina con ropita de domingo y olor a jabón Lux; y mi bandera es la que ha tenido grabado a fuego ese balón de baloncesto del que tanto aprendí.

Siempre tuve por bandera la bandera de unos apellidos humildes y trabajadores, el ansia casi enfermiza por honrar a mi padre y a mi madre; la bandera de mi familia y de mis amigos; la bandera de la gente de Algeciras, la que se levanta con las ganas de sonreír y ayudar a los demás sin pedir nada a cambio; la bandera de un guitarrista universal que jugó en las mismas calles de mi barrio -Paco de Lucía- y de un torero adoptado que desafiaba al Cordobés, el maestro Miguelín.

Mi bandera no tiene rapaces ni escudos monárquicos bordados en el centro ni entiende de fronteras ni de independentismos. Mi bandera, amigos del alma, por si todavía os queda alguna duda, es una bandera tricolor: mi familia, mi Algeciras y mi honor.

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