¡Adiós, quien sea!

Caminamos por la ciudad como si fuéramos una banda de forajidos que se ocultan para evitar al sheriff

Es lo que decía un tipo muy cumplido que, en una ciudad pequeña, conocía a todo el mundo. Su paso por la calle era un sinfín de saludos sucesivos, tipo adiós fulano, adiós mengano. Un día se levantó con un molesto tortícolis, producto quizás de una corriente de aire frío que le cogió de sorpresa, cuando estaba acalorado. Pensó que aquello no era obstáculo para acudir al trabajo y siguió la rutina habitual. Nada más salir a la calle, recibió un buenos días desde la otra acera. Al volverse para ver quien le había saludado, el cuello le recordó dolorosamente el mal que le aquejaba. Se sobrepuso y devolvió el saludo, como pudo. No quedó ahí la cosa, pues, como siempre, le esperaba el calvario de responder a una infinidad de vecinos. Cuando ya no podía aguantar más los tirones, optó por emplear la frase que da título a esta, su columna, y dejó, por fin, de mover el cuello.

Ahora, con la obligación de llevar mascarilla, nos está pasando a todos como al del tortícolis. Imposible descifrar el rostro de la persona que se dirige a nosotros, con la mascarilla puesta. Caminamos por la ciudad como si fuéramos una banda de forajidos que se ocultan para que no los reconozca el sheriff, o un equipo de cirujanos saliendo del quirófano. Es sorprendente lo rápido que ha interiorizado la sociedad la mascarilla como nueva prenda de vestir. Como "antes muerta que sencilla", las féminas se han lanzado con fértil imaginación a diseñarlas a juego con los colores que visten, o motivos "cuquis". Las que llevan el sello de Agatha Ruiz de la Prada se agotaron del tirón, pese al gran número que fabricaron. Ponderemos que tenían también, una finalidad benéfica. He visto por ahí un tipo de mascarilla de color negro, con una pequeña banderita española, en un lateral. Una parecida con cualquier bandera extranjera sería bien vista. Aquí en la piel de toro califican enseguida de "facha" al que la use. Da igual, de todas formas no conocen al que la lleva. Las hay también de equipos y marcas deportivas, con el escudo de las cofradías y la bandera arco iris. Se queja la gente de que los jóvenes pasan de la mascarilla. Es bueno acordarse de cuando uno estaba en edad de cortejar y se quedaba ensimismado con aquellos labios carnosos o aquella nariz chatilla. Ahora con la mascarilla han aumentado las ventas de rimmel y han bajado las de lápices de labios. Si, como dicen, la cara es el espejo del alma, la seducción ha quedado tristemente como el título de aquella bella canción: Yo vendo unos ojos negros…

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