Uno de los muchos cambios que ha llevado aparejado el estado de alarma obligado por la epidemia del coronavirus ha sido, al objeto de mantener el distanciamiento social necesario para evitar contagios, la drástica reducción del número de diputados que acuden a las sesiones del Congreso. Aunque nuestra cámara baja está compuesta por 350 representantes, en estas últimas y prolongadas sesiones que bien podrían denominarse de "controversia vírica", apenas 40 estaban presentes en el hemiciclo recurriendo los ausentes, en caso de votaciones, a la opción telemática. La verdad es que, a efectos prácticos y salvo la constatación de los muchos escaños vacíos, no existe diferencia alguna respecto a las sesiones celebradas con el aforo completo. Mismos oradores, mismos discursos escritos de antemano (incluso las réplicas) y pobre manejo de la retórica. Teniendo en cuenta la existencia de una férrea disciplina de voto (aunque irónicamente nuestra Constitución -art. 67- prohíbe de manera expresa el mandato imperativo), todo lo que ocurre en el parlamento es previsible, llegando a sentirse un observador ajeno como Bill Murray en "Atrapado en el tiempo": reviviendo una y otra vez "el día de la marmota". La única diferencia entre las sesiones convencionales y estas otras capitidisminuidas está en la intensidad de los aplausos con los que cada facción celebra las intervenciones de sus líderes. En cierta forma los diputados españoles son un moderno remedo de la "clá", una costumbre teatral importada de las salas europeas vinculadas al género operístico que consistía en repartir entradas gratuitas entre los aficionados sin posibles, con la condición de que estos aplaudieran ruidosamente en los pasajes que se les señalaban. Aquí podían conseguirse entradas de "clá" para asistir a las obras de teatro, eran localidades de gallinero a mitad de precio con la única obligación de romperse las manos aplaudiendo a la indicación de un propio que ocupaba una localidad estratégica y que era conocido como "el jefe de clá". La idea era "romper el hielo" incitando al resto del auditorio a aplaudir. Como el "claquer" desde el anfiteatro, el diputado aplaude a rabiar a su cabecilla (incluso levantándose del escaño para jalearlo) y, a la vez, abuchea con estrépito los discursos del adversario. Es natural, le va el sueldo en ello. En España el diputado común es un espécimen -no especialmente cualificado- que solo tiene dos misiones: apretar el botón que le indiquen en las votaciones y ejercer de "clá" en las sesiones parlamentarias. Tal como cualquiera ha podido apreciar en este tiempo de confinamiento su presencia es totalmente prescindible, bastaría con establecer el voto ponderado según los resultados electorales para ahorrarnos unos buenos dineros en sueldos y dietas que bien se podrían emplear en algo más provechoso como p. ej., en vez de tanto aplauso… pagarles un sueldo decente a los sanitarios.

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