Abril

La Monarquía es tan democrática y legítima como la República y en buena parte su heredera

Como era previsible, dada nuestra tendencia a la sobreactuación y el exceso, la reciente conmemoración del aniversario de la Segunda República no ha servido para ahondar en una valoración ponderada de lo que supuso aquella experiencia, combatida desde fuera y desde dentro de un régimen al que sus enemigos no dieron tregua, en la atormentada historia de este país de todos los demonios. Las pintorescas imágenes en las que un reducido grupo de manifestantes, en formación de aires paramilitares, desfilaba por Madrid con banderas republicanas y de la URSS, encabezadas por retratos de Lenin, Stalin y hasta Enver Hoxha, que ya son ganas de reivindicar, fueron recibidas de un modo no menos teatral por las insistentes voces que tratan de convencernos de que vivimos, aunque no nos demos cuenta, bajo la opresión de la tiranía social-comunista. Poco antes, el demencial discurso de homenaje de una adolescente disfrazada a la División Azul había servido para que otros afirmaran, también contra toda evidencia, que las hordas fascistas se han apoderado de las calles. Todo son alertas y melodramáticos llamados a la nación, el pueblo o la gente, pero pocos se acercan a los estudios donde los historiadores analizan los indudables logros y los desdichados errores del sexenio, en el que el entusiasmo inicial dio paso a la decepción generalizada sin que el nuevo Estado, conviene recalcarlo, dejara de ser una democracia, sometida a tensiones como todas las que por esos años se enfrentaban en Europa al auge de los movimientos totalitarios. Los cronistas señalan que durante la Guerra Civil, en la que el ascendiente del Gobierno, cada vez más desbordado, menguaba por causa de las ofensivas del ejército franquista y la desafección de sus propias filas, se veían pocas banderas tricolores, en muchos casos sustituidas por las de las nacionalidades o las milicias. Y de hecho no pocos entre los leales coincidieron en dar cuenta de la sensación de abandono, empezando por el presidente Azaña. Para entonces la República, como suele decirse, se había quedado sin republicanos, y la mayoría de los que luchaban en el frente lo hacía por otra cosa. Venimos de esa gran tragedia, prolongada en la interminable dictadura, pero no es el enconamiento lo que deberíamos celebrar el 14 de abril, cuyo legado se refiere a la defensa de la legalidad constitucional, la instrucción pública, los derechos sociales, el sufragio femenino o la separación entre la Iglesia y el Estado. Lo entendieron bien los supervivientes de aquella República cuando apoyaron la restauración de la Monarquía, tan democrática y legítima como aquella y en buena parte su heredera.

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