A las 8 de la mañana del 22 de noviembre de 1975 quedó instalada en el Salón de Columnas del Palacio de Oriente, la capilla ardiente con el cadáver del Jefe del Estado Francisco Franco. A esa misma hora se abrieron las puertas del palacio al público. A pesar del frío intenso, desde munchas horas antes se habían ido formando en la plaza colas de personas para pasar ante el túmulo del dictador. Las coronas llenaban la parte baja del palacio y fue necesario habilitar los soportales de la plaza para albergar las que estaban por llegar. Cuando a las 7,30 del domingo 23 la capilla ardiente se cerró al público, se estimó que habían sido más de medio millón los españoles de todas las condiciones, clases sociales y edades que acudieron a dar el último adiós al general. Recuerdo que nosotros, jóvenes universitarios entonces, nos quedamos sorprendidos de que el pueblo mostrase tanta devoción por alguien que, en teoría, todos deseábamos que desapareciese porque teníamos la esperanza de que con él desaparecería la dictadura que nos hacía inferiores al resto de los europeos. Milagrosamente tal hecho se produjo y sin necesidad de enfrentamiento alguno entre los españoles, tras su muerte, pasamos de un régimen totalitario a una democracia en un episodio modélico de nuestra historia: la Transición.

Casi medio siglo más tarde nos volvemos a sorprender -más aún si cabe- cuando muchos de aquellos rostros llorosos que desfilaban ante el cuerpo insepulto del Caudillo ahora se solidarizan con otros muchos que entonces ni siquiera habían nacido para exigir con vehemencia que lo desentierren y poco menos que arrojen sus huesos al averno. Lo cierto es que en ambos episodios se refleja por igual el aborregamiento de la gente que tiende a hacer suyos los deseos del poder y de los medios de comunicación que habitualmente este manipula. ¿Qué es si no, la iniciativa de la memoria histórica? Un deseo de reavivar la Guerra Civil, como método más eficaz para ocultar la incapacidad de la izquierda de hacer frente a los problemas reales del país. La mejor medida de la democracia la da el nivel de crítica y análisis de sus ciudadanos y su capacidad para discernir las milongas que acostumbran a utilizar los gobernantes en busca de su perpetuación y beneficio. La idea de aprovechar los despojos de Franco- y de unos pocos de sus generales- para volver a desgajar España en los dos bandos que tan primorosamente unificó la Transición se antoja además de una vileza para con los españoles, una cobardía para con la Historia al pretender cambiar el resultado de la Guerra Civil. No fuimos capaces de acabar con la dictadura franquista que hubo de extinguirse por "causas naturales" y ahora pretendemos pedirles cuentas a las cenizas del dictador. Bien lo dice el refrán: "A moro muerto… gran lanzada".

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