Análisis

rogelio rodríguez

Las invectivas de Iglesias y el caos ante la pandemia

Cuando los que mandan pierden la vergüenza, los que obedecen pierden el respeto

La habitual desfachatez del líder de Podemos, Pablo Iglesias, alcanzó esta semana el sumun al comparar al prófugo Puigdemont con los exiliados de la dictadura, una aseveración desleal con la democracia y también con sus votantes de izquierda republicana, que sólo merecería ignorancia si no fuera por el cargo que ocupa. Y ni así. Un republicano de brocha gorda que -¡oportunamente ahora!- se pavonea de ser un luchador antifranquista y comete la impudicia de justificar la acción delictiva de un nacionalista reaccionario y afirmar la existencia de presos políticos en un país en el que él ejerce como vicepresidente del Gobierno. No, Pablo Iglesias no ha enloquecido. Su ilustración, adquirida en los pupitres de la demagogia, es tan liviana como sus escrúpulos, pero sabe distinguir entre prófugo y exiliado. Sólo trata de congratular a secesionistas y abertzales, sostenes, junto a Pedro Sánchez, de su lucrativa estancia en el poder. Por eso coreó consignas antiespañolas en las movilizaciones del procés y por eso blanquea al fugado golpista. Esta es su política y esta es su moral.

La exención de responsabilidades, la impunidad, la mentira, el oprobio, la insolencia de no pocos dirigentes y la acreditada ineptitud de la mayoría debiera hacer que, al menos, nos preguntáramos en qué manos está nuestro sistema constitucional de convivencia, nuestra ya malherida cohesión territorial, nuestros derechos y libertades, nuestra desgarrada economía y nuestra más que nunca amenazada salud. La pandemia, y no sólo la pandemia, ha desvelado la delirante impericia de los que nos gobiernan. Un Ejecutivo central que deambula encorsetado entre radicales antisistema, populistas y secesionistas y diecisiete gobiernos autonómicos de distinto signo que, con alguna salvedad, como en Castilla y León, tiran la piedra y esconden la mano. Impera el desorden y crece la picaresca, como el caso de los cargos públicos que, a izquierda y derecha, han cometido la inmoralidad de vacunarse ellos primero con el pretexto de no caer enfermos y así poder salvar a los demás del terrible virus.

La gestión contra la pandemia es estéril y punible por la actitud pusilánime de un Gobierno que evacua obligaciones y competencias, a la vez que impide ejercerlas a los que pretenden obrar en consecuencia. España lideró la primera ola del Covid, junto a Italia, y vuelve a encabezar la tercera con cifras pavorosas: en torno a 45.000 contagios y más de 400 muertos diarios. Datos terribles que, en opinión de todos los científicos, no ofrecen más alternativa que el estricto confinamiento. Antes de Navidad anunciaron que, si no se adoptaban medidas extremas de precaución, en enero se produciría un nuevo colapso en los hospitales y aumentaría la tragedia. No se hizo. Y si no se hizo ni se hace es por obscenos intereses de partido. Lo prioritario ahora no es salvar vidas, ni amparar a las víctimas del cataclismo económico, sino debilitar al contrario ante las próximas elecciones catalanas. El panorama sanitario es desolador y el político, indignante. Y alguien dijo que cuando los que mandan pierden la vergüenza, los que obedecen pierden el respeto. Ambos valores están perdidos.

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