Análisis

José Ignacio Rufino

Aquí no falta ni el Tato

Desde Levante hasta Poniente, el cóctel de Visa y 'dolce far niente' conoce un momento orgiásticoLa alegría irracional de las billeteras conoce dos cimas anuales: Navidad y verano

Aparte de los gastos que tenga cada uno en fechas puntuales, como las semanas grandes locales, hay dos épocas del año en los que la propensión al consumo luce más que el sol, y nos estiramos -el bolsillo estiramos- con un abandono de la racionalidad y la prudencia que son agua llovida para la maceta reseca del comercio y, alternativamente y por aquello de la compraventa, aspirador de billetes de las cuentas corrientes, que al dar éstas nutrición a las tiendas físicas y online, quedan empequeñecidas, si no tiesas y hasta devastadas... bien puede que no ya a cero, sino endeudadas. Dos picos, pues. La primera época de furor y frenesí de la compra es estresante y, como decimos, completamente ajena a la racionalidad de lo que la Escuela Neoclásica dio en llamar, sin respeto a la paridad, 'homo economicus': la Navidad. Gloria de los picos estacionales para el comercio, y, de la otra parte, compulsividad para que no quede ni el Tato -¿quién sería el Tato, para acabar como símbolo de la ubicuidad y el fuenteovejuna- sin regalo, sea el que sea, con su ticket sin precio para que el sujeto regalado lo devuelva y desvalorice hasta la náusea consumista el aturullado acto de obsequio, desprovisto de toda personalización. Un otro yo me dice ahora: "¿Es usted el típico pepitogrillo sieso con la matraca del consumismo, señor? ¿Y a qué viene ahora con estas calores recordar la Navidad y el campeonato de tarjetazos de la semana de Reyes, si estamos en verano? ¿No se debe usted ni un poco a la actualidad?". Y tiene razón mi imaginario cantacuarentas. De hecho, el segundo pico irracional es, más que un pico, una larga cresta entre julio y agosto. Y a eso vamos.

En una playa de Cádiz, le dirá un madrileño con pulsera tobillera de caducidad quincenal y enorme cochazo negro, hay una ventita de la carretera de la levantera "donde te ponen una dorada a la sal de muerte ¡y por treinta euros, tío! Hay que reservar con una semana, eso sí". Y usted estará loco por esa música, o se verá arrastrado por sus circunstancias al dudosísimo chollo gastronómico. Junto a Portugal, le parecerá a usted una bagatela pedir, así para empezar y "al centro", dos raciones de coquinas de Huelva a 22 euros cada una, aunque algún cristalito se le removerá en el estómago y en la billetera cuando el hijito de su amiga se cepille medio plato antes de que usted, sufrido pagano o simple nostálgico del deber paterno de provisión de buenas maneras, haya podido catar ni una, y los cristalitos cogerán temperatura cuando la madre, arrobada, diga: "¡No pasa nada!, ¡se pide otra! ¡Come ahí, Martín, come!". En fin, ya en el otro extremo andaluz y por no ser exhaustivos, usted, en el sobrecogedor Cabo de Gata, quedará un poco mosca por el precio de la parrillada de verduras, "de la huerta nuestra, nada de invernadero". En fin, es sin duda razonable acogerse a aquel Relax and Enjoy -relájese y disfrute- que dicen que aconsejaban los bobbies ante las agresiones sexuales (por cierto, tan políticamente incorrecto como antediluviano y bárbaro es el obispo de Burgos, que ha dicho esta semana que la mujer debe defender su castidad "hasta la muerte" ante una violación: echando cal viva sobre la compasión y sobre los potenciales nuevos feligreses, a los que espantará tal maldad).

La pausa-café que hago en la deliciosa biblioteca de Cazalla de la Sierra -plantéese el interior y el pueblo y dé una oportunidad a su paz, que diría Lennon- me sirve para investigar sobre el Tato. Fue un torero que quedó cojo, y aún así iba a todas las plazas, a todas las corridas, a pedir su oportunidad: el Tato estaba en todos lados. Quizá el Tato sea su vecino de sombrilla; el que, apenas a un metro de usted, no le deja cuadrar el sudoku con sus ronquidos. Porque, reconózcalo, en esa playa no falta ni el Tato.

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