El mejor recurso de un escritor es uno mismo. Cuando uno echa mano de lo que le toca en lo más profundo, encuentra allí siempre un fondo común con mucha gente. Porque la memoria personal de cada uno siempre es fruto de mucha gente. El recuerdo de la infancia de cada uno, de su juventud, de su madurez es un ejercicio único e intransferible que, sin embargo, viene formado por las calles en las que se movió, la ciudad que lo rodeó y las alegrías y los temores que sintió, pero también por los otros que habitaron esos andurriales y provocaron sus dichas y pánicos.

Así que cuando Enrique Montiel escribe sus cosas en La fábrica de la luz, cuenta también las de mucha gente. Está dibujando a la vez las cuitas, las travesuras, las represiones y los esparcimientos de una cierta generación. Siendo egocéntrico en sus remembranzas ejerce de cronista de mucha gente. Es lo que pasa cuando uno lleva dentro la memoria de La Isla: que cada momento evocado se convierte en una proyección, como en uno de aquellos grandes cines de verano de nuestra edad más temprana, de la película de la vida de una ciudad en una época, en un país, en una historia determinada.

Para ser el guionista, director, camarógrafo e incluso proyectista de esa cinta no vale cualquiera. Primero hay que ponerse, creerse el papel, tener el arrojo de realizarlo, y lanzarlo a los cuatro vientos sin más pudor que el que exige cuidar la herramienta. Montiel se ha puesto, le ha echado el valor y ha tirado de su capacidad para lograr el mérito.

Mucho se sentirán (alguno ya nos hemos sentido) retratados, y acogidos, en la memoria personal de un escritor que se ha soltado en muchos de estos relatos el pudor de mostrarse, y mostrarnos, ante todos con todas nuestras virtudes y con todísimos nuestros defectos, como comunidad y, es justo decirlo, otra vez, como personas que la integran. Yo ya se lo he agradecido.

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