¿Pagamos demasiados impuestos?

¿Pagamos demasiados impuestos?

SE ha publicado recientemente el Libro Blanco sobre la Reforma Tributaria encargado por el Ministerio de Hacienda a un grupo de personas expertas. Las valoraciones, como no podía ser de otra forma, han sido variadas, tanto desde el punto de vista técnico como político. Por cierto, desconozco al día de hoy la realizada por el Gobierno de la Junta Andalucía, y ello a pesar de que la materia no debe resultarle indiferente: nos sacó de un infierno fiscal para llevarnos al paraíso pero quizás se ha despistado en el limbo.

Buena parte del debate ha girado en torno a si la propuesta del Libro Blanco desemboca necesariamente en una subida de impuestos o no. Como este artículo no pretende convertirse en una charla entre cuñados ni en un mitin electoral, renuncio desde ya a pronunciarme al respecto. Son tantos los matices, opciones, perspectivas y formas de dosificar las propuestas y recomendaciones en el tiempo que, comprenderán, no es posible dilucidar de forma binaria y unívoca si del Libro Blanco se deriva una rebaja o subida de impuestos.

No obstante, sí resulta interesante a mi juicio aprovechar la oportunidad para preguntarnos si pagamos demasiados impuestos. Y la respuesta tampoco es inmediata pero la adelanto a modo de spoiler: depende de cuánto gasto público deseemos y cómo queramos financiarlo. El cuánto gasto es una exigencia básica del funcionamiento económico. Nadie debería pagar nada, en este caso a través de impuestos, sin tener una referencia clara de lo que va a recibir a cambio. Los precios (los impuestos aquí) y cantidades (gasto público) deben determinarse simultáneamente a través de los procesos de elección social.

Con otras palabras, elegimos gobiernos con diferentes sensibilidades hacia el menú de gasto público e impuestos y, sobre esa base, vamos organizando la hacienda pública. Esto no es una cuestión técnica en la que los expertos tienen la última palabra. Más bien al contrario: éstos deben proponer alternativas para enfrentar mejor los inevitables dilemas que han de resolverse políticamente. Parafraseando a Fuentes Quintana, los problemas económicos se abordan con soluciones políticas. 

Resulta simplista, por tanto, el propósito de eliminar primero el llamado gasto superfluo y luego ver si los impuestos actuales son suficientes o no para lo que queda en limpio. El gasto público debe evaluarse y someterse a reconsideración siempre. En términos de eficiencia y eficacia. Con métodos serios y avalados técnicamente antes de lanzar el titular fácil. Y los impuestos, con sus bonificaciones, deducciones y exenciones, también. Tampoco comparto la estrategia de escribir la carta a los Reyes Magos del gasto público y luego pensar en cómo lo financiamos, a ser posible con deuda pública. Al fin y al cabo, la deuda no es más que una forma de dosificar el problema en el tiempo. No me sirve igualmente esconderse detrás del mantra de la llamada justicia fiscal, que uno no sabe si se refiere a progresividad, a presión fiscal o a qué.

Por cierto, tan simplista es fijar como objetivo el elevar la presión fiscal o el reducirla, y exhibir luego posiciones en rankings de dudosa trascendencia real. En un contexto mucho más amplio e integral de los gastos e ingresos públicos, nos tendríamos que sorprender por los gobiernos que diseñan proyectos de presupuestos con crecimientos del gasto de casi dos dígitos, y en etapas expansivas, como si nada sobrase o todo se pudiese financiar.

Al igual que los impuestos no se pueden definir de manera abstracta e independiente del gasto, tampoco cabe ignorar con qué tipo de herramienta los recaudamos. No resulta indiferente hacerlo con impuestos sobre la renta, el capital o el consumo. Porque unos dañan los incentivos a trabajar o ahorrar más que otros. Y los efectos sobre la equidad, que también hay que abordar, a veces no son los esperados; a estas alturas muchos lectores son plenamente conscientes de que los impuestos no los pagan en realidad quienes formalmente están obligados a ello; los que cuentan con poder de mercado suelen trasladarlos hacia los eslabones más débiles.

Y claro, también para tener una opinión formada sobre los impuestos resulta crucial saber a qué gobierno se le pagan. Y lo que éste nos ofrece a cambio. A pesar de vivir en un país tan descentralizado como el nuestro, la inmensa mayoría de la ciudadanía continúa desconociendo qué administración mete la mano en su bolsillo para llevarse parte de su dinero en forma de impuestos. Quizás con el IRPF la transparencia en este sentido es algo mejor pero me pregunto si el lector sabe qué gobierno se lleva lo recaudado por IVA o por el impuesto especial de hidrocarburos, ambos tan de moda ahora. Y cuánta gente cree todavía que con las cuotas a la Seguridad Social se financia la sanidad.

Estos factores, de apariencia técnica pero reales como la vida misma, impiden responder con rapidez a la pregunta de si pagamos demasiados impuestos. Si quieren respuestas inmediatas, pregunten a nuestros políticos; las encontrarán de todos los colores y sabores. Y es comprensible que así sea. Aunque algunos seres nos dedicamos a su estudio técnico, para la inmensa mayoría de la ciudadanía los impuestos son el molesto precio que debe pagarse por vivir en sociedad. Se agradece, por tanto, el que la clase política nos simplifique el trabajo de decidir. Pero eso no justifica, de ninguna de las maneras, que la simplicidad se traduzca en un insulto a la inteligencia, que a veces es lo que uno piensa al escuchar algunas declaraciones.

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