Gafas de cerca

Tacho Rufino

jirufino@grupojoly.com

Veraneo a pesar de los pesares

Tras la pandemia, la inflación, los incendios y la Gran Ola de Calor dan paso al protagonismo de la inquietante sequíaA las puertas de agosto, olvidamos por paz de espíritu un otoño que se nos vende tremebundo

Agosto ha venido y nadie sabe cómo ha sido. Bueno, todavía está enseñando la patita por debajo de la puerta: es una patita con una chancla encajada entre los dedos. Hay serios indicios que apuntan a que la llegada del mes veraniego por antonomasia tiene mucho que ver con lo rapidísimo que se ha pasado julio: no se ha visto una cosa igual. Debe de haber algún estudio que haya demostrado que el paso del tiempo -algo en esencia subjetivo- se siente más vertiginoso si las personas recibimos continuos mensajes de alarma. Informativamente, julio ha sido el mes de la inflación, de los incendios, de la Gran Ola de Calor y, finalmente, de la sequía. Para ofrecerlas como gancho a la audiencia, unas gráficas de la evolución del IPC, de los precios del gasoil o de la cerveza en chiringuito no tienen gran forma de dramatización, no dan para un reportaje dantesco. No tienen ni de lejos la pegada de una línea de horizonte al fondo de un pastizal ardiendo con llamas gigantes de un rojo irreal. No puede competir con el dichoso diaporama del mapa de España salpicado por territorios rojos, granates, magentas y negros mortales del parte meteorológico. Un 10% de aumento de los precios en el último año corrido es grave, pero no puede pelear en interés de la audiencia con lo angustioso de un reportaje de un embalse seco, donde las tomas de los charcos moribundos ahora se alternan con escenas del mismo pantano rebosante hace apenas dos años. Es de mucho temerse que la escasez de agua es el nuevo motor de angustia de noticiero agosteño.

En estos preámbulos de agosto, como cada año con su eterno retorno, las estadísticas de desplazamientos son para poner un monumento al aguerrido veraneante junto al toro de Osborne en un páramo reseco, y un altarcito de santería en cada aeropuerto de segunda en adoración del osadísimo viajero low cost. Pero sarna con gusto no pica: igual que un aficionado que hace colas multitudinarias para ver a su equipo cada domingo, o se inserta en una aglomeración devota un Domingo de Ramos, quien se va de vacaciones -merecidas o no- no considera un gasto la penalidad del atasco en autovía, y ni siquiera varios miles de euros extra que se pagan por alojarse; no le pesa reservar mesa en chiringuito o hacer viacrucis de ferias y romerías. En el corazón microeconómico del héroe veraneante tales desembolsos son una inversión en una promesa de holganza y en disfrute viajero o playero: una inversión sin retorno económico. Que la inflación es un asunto más que inquietante para la estabilidad presupuestaria familiar es algo que postergamos hasta que llegue septiembre y arribemos, a la vuelta, a no se sabe qué nueva forma de rutina laboral. Porque antes que los incendios, las calores crueles y permanentes y la sequía, ya se nos ha vaticinado sin cesar un otoño ruinoso. Una estación por venir poco promisoria como nunca, que llegará -aseguran analistas y vates de tertulia- con sus guadañas al acabar este que hemos bautizado, con afán cenizo, el último verano.

Es razonable que en este tiempo obviemos la parte estresante de nuestra existencia, y que como los crucificados de La vida de Brian entonemos y silbemos a coro aquello de "Mira siempre a la parte brillante de la vida", y así nos entreguemos al cambio de actividades y horarios y al dolce far niente (en realidad, suele ser un dolce far tutto). Quien dijo aquello de que todos los problemas de la humanidad provienen de la incapacidad humana de sentarse calmado en una habitación era un filósofo seguramente aburrido, y del siglo XVII. En aquellos entonces, no veraneaba ni dios. Este fin de semana veranearemos todos. Por activa y -algunos raritos- por pasiva. Que la fuerza nos acompañe. Buenas vacaciones...

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