Es un outsider de los personajes públicos de la política, lo que era inevitable tratándose de una persona ajena a esas esferas y que no se somete a los criterios de los asesores de imagen. Ha sido una aproximación española del universo de Big Bang. Lástima que todo esto no tenga ni pizca de gracia. En un país donde las personalidades más populares de la cultura son los participantes en los concursos de la tele (en su mayoría se han convertido en unos pelmazos) el médico, que no doctor, Fernando Simón se erige para muchos en un predicador merecedor del premio Nobel. Un santo laico. Se le agradece que dé la cara, pero poco más.

La responsabilidad lo colocó en el atril aunque en principio parecía que su comparecencia iba a ser menor y efímera. Todo sucedía en aquellas semanas en las que pocos vislumbraban que esta pandemia podía adquirir perfiles de apocalipsis. El propio médico vino a definirla entonces como una marejadilla de gripe, cuando no hacían falta mascarillas y todos confiábamos en su didáctica, conocida de sus otras apariciones cuando aquel verano del ébola.

Con los días empezamos a fiarnos cada vez menos de este señor de cejas voraces y voz quebradiza. A fuerza de aparecer y explicar en esas disertaciones levíticas cambia las contabilidades de difuntos como de reglas de un parchís. Su labor ha ido nadando más entre la propaganda que entre la información y por eso es figura estratégica entre los defensores del Gobierno. De hecho por su singularidad, con ese porte de científico tímido que le viene grande hasta la camisa, se le eleva a héroe, capaz de convertirse en un Che de camiseta y en efigie de memes, entre lo épico y lo enciclopédico. A partir de ahora, si él quiere, puede vivir de dar la turra con sus vivencias epidemiológicas aunque no le van a faltar tentaciones de cargos.

Fernando Simón ha adquirido rango de estrella de reality, ensalzado hasta la exageración por unos partidarios interesados cuando realmente, cada día, sólo nos alimenta dudas.

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