El miedo es libre y su umbral, como el del dolor, tan arbitrario como cada persona quiera considerar. Hay quien se asusta con Drácula y sus colmillos afilados, y hay a quien se le trata de infundir temor con Frankenstein, aunque sólo vea en esa criatura supuestamente temible retazos de humanidades perdidas que alguien ha logrado ensamblar conformando un cuerpo imperfecto pero con vida. Meter miedo es tan antiguo como el hombre. El temor de Dios, ese arma que las religiones usaron en periodos oscurantistas y medievales para tener controlada la sociedad, es ejemplo de esta mantenida costumbre de advertir al mundo de futuros apocalípticos si se tuerce el recto camino del orden establecido. Algo así ha pasado estos días en España, donde mercados y otras gentes de bien han tratado de meter el miedo en el cuerpo ante los caóticos acontecimientos que supuestamente se avecinan.

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