El otro siempre tiene potencial de cosa, de sombra. Ese algo que aletea molesto en el borde de nuestro campo visual. Lo ajeno, la otredad, se funde en lo gris. Si eres mujer tienes un puñado más de puntos para pasar, alguna vez en tu vida, a esa zona gris. Si eres mujer y pobre, la grisedad te atrapa, es pegajosa. La criada, la muchacha, era ese algo de lo que abusar, en la más amplia acepción de la palabra abuso. Ignorante, la pobre (ja, qué ocurrencias); sin recursos ni capacidad, había que ayudarla. Y cómo comía jamón, ¿eh? Y como mejor queda el suelo, eso está claro, es fregando de rodillas. Si le metes mano, no siente. Si le chillas: está acostumbrada. Si la insultas: está acostumbrada. ¿Que tiene fiebre? Pobre, que se haga un caldo. ¿Cómo vas a cuidar tú al niño, con quién va a estar mejor, eh? Así salimos todos ganando. Nunca han hecho falta distopías para marcarse un cuento de la criada. Y, ahora, menos que nunca.

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