Cuando me paseaba por los pasillos de la Universidad de Málaga, casi siempre rumbo a la cafetería, la palabra máster sonaba como algo supremo, al alcance de los elegidos, se podría decir que elitista. Por supuesto había quienes lo cursaban y se gastaban los cuartos para abrochar su carta de presentación. El que firma estas palabras se sumergió en esta redacción de una día para otro, de casualidad, con los deberes por terminar y hambre para rabiar. El paso de los años ha hecho del máster un complemento casi obligatorio para el universitario medio español, que se sigue topando de bruces con la realidad y con la puerta de la oficina del paro. Yo, como cuando era un niñato con perilla, sigo pensando que eso de los másteres está muy bien, que habrá quienes no se arrepientan de sus mentiras para adornar su fachada, pero no cambio a ninguno de los patanes que tengo aquí conmigo ni por todos los títulos del mundo.

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