Viendo el delicioso documental Historias de nuestro cine, en el que Antonio Resines charla durante un par de horas con sus amigos y conocidos más cercanos del oficio, viví un momento de auténtica epifanía cuando Fernando Méndez-Leite confesó qué era lo que realmente le hacía feliz de niño. Cuál era su juego favorito en la casa de sus abuelos, donde se crió. Este no era otro que el de programar a su antojo los cines de Madrid. Todos los cines del Madrid de la época, que eran muchos. Decidir qué películas estrenaban en el Callao, el Palacio de la Prensa, el Capitol y el Avenida. Y cuándo y cuáles pasaban a los cines de segunda, y cuándo a los de reestreno y programa doble. Fernando conocía todos los cines y todas las películas, por lo que las combinaciones eran infinitas y aquel oficio no tenía fin.

Como hacía Francis Gallardo en sus canales imaginarios de su infancia, Méndez-Leite programaba completamente en serio. Por eso cuando sus padres decidieron enviarle a un internado para ver si se le iban de la cabeza esos extravíos, él continuó programando que es gerundio. Con la salvedad de que en lugar de en los sofás, los aparadores y las mesitas de la casa de sus abuelos a partir de entonces todas las entradas y salidas de los títulos de la cartelera madrileña estaban en su cabeza. De hecho, Fernando Méndez-Leite siguió hablando completamente en serio cuando confesó a Resines y a José Luis García Sánchez cómo, en el presente, continuaba programando en paralelo en su imaginación la cartelera de la ciudad que le vio nacer. En los cines que cerraron. En sus salas de siempre.

Fernando me aguijoneó al recordarme cómo, siendo yo sólo un niño, además de inventariar en fichas las películas que veía en el cine, yo también inventaba programaciones. Sólo que las mías eran parrillas de televisión. Que renovaba cada trimestre escrupulosamente. ¿Locos, Francisco Andrés y yo? No.

Tal vez huidizos de la realidad. Nada más.

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