Análisis

joaquín aurioles

Impuestos, subvenciones e incentivos

Los impuestos sirven para financiar el Estado y para la redistribución de las rentas. También para otras cosas menos significadas en el relato de sus utilidades, como la de influir sobre el comportamiento del contribuyente. Justo lo contrario de lo que defiende el principio de neutralidad tributaria, según el cual los impuestos no deben interferir, o hacerlo lo menos posible, en las decisiones de los agentes económicos. Es difícil concebir que un impuesto pueda ser completamente neutral, pero de esta imperfección congénita en mayor o menor grado en todos ellos también se desprende una extraordinaria utilidad política. Pensemos, por ejemplo, en los impuestos ecológicos. Todas las opciones políticas apuestan por ellos, pero no con fines recaudatorios, sino de reprimir las conductas que perjudican el medioambiente. En este caso, el nivel óptimo de recaudación sería cero, porque supondría la erradicación completa de actividades contaminantes.

Los impuestos tienen también, por tanto, una importante función incentivadora, que comparte con las subvenciones. Alteran los costes y los beneficios de las decisiones de los agentes económicos y consiguen influir sobre ellas. Es el mecanismo básico de funcionamiento de los incentivos. Cuando son los adecuados, las decisiones conducen al mejor de los resultados posibles, pero cuando son perversos introducen ineficiencia y dificultan el progreso. El problema es que el mejor de los resultados posibles desde un punto de vista económico no siempre coincide con el óptimo desde un punto de vista social.

La diferencia tiene que ver con las externalidades, entendidas como circunstancias que permiten que los costes o los beneficios que genera una actividad no se imputen íntegramente a quienes los provocan. Cuando una empresa no asume la totalidad de sus costes -por ejemplo, los de contaminación-, es probable que su nivel de actividad sea superior al deseable desde un punto de vista social. En este caso, el papel de los impuestos es el de llevar a la empresa a desear limitar su producción.

Con las subvenciones ocurre lo mismo, pero al revés. La introducción de tecnologías avanzadas por parte de una empresa puede impulsar un entorno innovador beneficioso para el conjunto de la sociedad. El tamaño óptimo desde un punto de vista social es probablemente mayor del que aconsejaría la función de costes empresariales. En este caso, la subvención se justifica por el interés social en aumentar el volumen de la inversión y para atraer a otras empresas similares.

La inclinación del Gobierno a subir impuestos y las ansiadas ayudas europeas anuncian el despliegue de una poderosa batería de incentivos a lo largo de este año. La intención es influir sobre las decisiones de inversión, lo que significa una decidida y saludable voluntad de interferir en el conflicto entre los intereses empresariales y sociales a favor de estos últimos. Un adecuado diseño y gestión de los incentivos puede contribuir de forma decisiva a conseguirlo. El principal peligro es la presencia de intereses políticos en ese conflicto, que no deberían pintar demasiado, pero que sin duda merodean amenazantes por los alrededores.

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