Qué mal rato. Menudo sofocón. El cuarto de hora que duró la lectura de los 28 sobres que contenían los nombres de los nominados a los Goya se hicieron eternos. Sobre todo a quienes los tuvieron que leer: Miguel Herrán y Elena Anaya, que no dieron una. Parece mentira que unos profesionales implicados en la industria del cine español tuviesen tantas dificultades para pronunciar los nombres de sus compañeros guionistas, directores de fotografía, de producción o de cualquier otro gremio. Por no hablar de las categorías de cortometrajes o documentales, leídas de corrillo sin que se entendiese bien de qué títulos se trataba y cuáles eran sus autores.

Sus caras eran un poema. Como de estreñidos. Muecas y más muecas. Titubeos. Y más de un enganche para llegar hasta el final. Con pronunciaciones más que discutibles. ¿No conocían, por ejemplo, al guionista Pablo Remón? Cuando se enfrentaron al apellido Cardelús, la ley de Murphy que sobrevuela en estos casos hizo de las suyas, y lo que se leyó fue Cardelus, sin tilde en la 'u'. El mismo día que el informe Pisa nos suspendía en lectura.

Y digo yo, ¿no sería más eficaz que el presidente de la Academia, Mariano Barroso, hubiese leído del primer al último sobre, con sobriedad, corrección y eficacia? Nos habríamos ahorrado todas las risitas y el postureo que a algunos nos sacaron tanto de lo que estaba sucediendo que tuvimos que enterarnos de los nominados un poco más tarde, cuando se colgaron en la web.

Si se trata de mostrar una imagen seria y respetable, el acto celebrado en la calle Zurbano el pasado lunes no ayuda nada. Esas risitas y esas imágenes de postureo impostado nos provocaron vergüenza ajena.

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