Aquí hay gato encerrado", exclamó de pasada el veterano chulapo, en la madrileña pradera de San Isidro, cuando miembros de la comitiva socialista en campaña comentaban, rosquilla en mano, la ingratitud de los independentistas catalanes con Pedro Sánchez, al impedir que un político tan asequible como Miquel Iceta presida el Senado, institución tan obsoleta como determinante para asuntos como la aplicación o no del afamado artículo 155 de la Constitución. En la frase del manolo iba implícita la consideración de que en política nada es gratuito y que, como ocurría al tren de Arganda, a veces se pita más que se anda.

Visto el absurdo desenlace, lo que más sorprende es que un dirigente tan acrobático y sibilino como el líder socialista haya permitido que trascendiera su propósito con Iceta sin atar antes todos los cabos con los grupos ultranacionalistas del Parlament, decisión que, por otra parte, también representaba un feo desaire a los senadores del PSOE elegidos en las urnas. No parece muy creíble que Sánchez haya pecado de tan supina inocencia con los que, como bien sabe, retuercen el sentido común, incumplen su palabra cuando les interesa y tienen a gala atentar contra el orden constitucional.

La respuesta del presidente ha sido tan sombría como las relaciones que hasta ahora ha mantenido con los grupos secesionistas. Decir que "no es un veto a Iceta, sino a la convivencia y al diálogo" es como fijarse en el dedo cuando el sabio señala la luna. Más que vetos a la convivencia, que también, lo que ocurre en Cataluña es un constante y flagrante incumplimiento de la legalidad por parte de los que avalaron la moción de censura, auxiliaron al Gobierno de Sánchez hasta que les convino y ahora anuncian bajo cuerda, eso sí, que apoyarán su investidura de manera condicional.

La conclusión es farragosa, ya que el veto de ERC, Junts per Catalunya y la CUP a Iceta como senador ofrece posibles lecturas concomitantes que arrojan sospechas. Si, por un lado, los soberanistas demuestran a sus electores la rentabilidad del resultado obtenido en las elecciones generales para someter al Gobierno y proseguir el guión separatista; por otro lado, ventila los agobios de los candidatos socialistas en otras zonas de España, al revelar las maledicencias del PP y de Ciudadanos cuando afirmaron -con la impericia que les caracteriza desde que sonó el timbre electoral- que la designación de Iceta era el "pago de Sánchez a los golpistas" para recabar de nuevo su apoyo.

Lo único evidente es que la investidura supondrá a Sánchez un doble coste: el que exija Podemos, que está por ver, y el que dispongan los nacionalistas radicales, que será creciente. Si los independentistas (ERC, JxCat y Bildu) votan no, el jefe del Ejecutivo se vería abocado a convocar nuevos comicios, efugio que a ninguno de ellos interesa de momento. Y, por si acaso, conviene recordar que PSOE y ERC tienen una densa historia de entendimientos. En el Congreso, con Zapatero, y, en el Gobierno de Cataluña, con Maragall y con Montilla.

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