Corría el mes de febrero de 2004. Un grupo de insensatos de último curso de varias carreras afrontábamos nuestro último día del viaje de estudios en Budapest con un plan prometedor: patinaje sobre hielo. ¿Qué podía salir mal? Hasta que un resbalón acabó con uno de nuestros compañeros en la zona de urgencias de un hospital de clara decoración y equipamiento soviético, escayolado hasta la rodilla y con una factura en la mano. Nadie hacía por entendernos, la tarjeta sanitaria europea en ese país tenía la misma validez que la de los puntos del hipermercado y el seguro de viaje no atendía al teléfono. Logramos salir de allí sin pagar, posiblemente les dimos pena. Les cuento esto porque ayer, visitando el nuevo Hospital de La Línea, pude reafirmarme en que la sanidad pública es uno de los mejores patrimonios que tenemos los españoles. Cuidémoslo.

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