Turistas, iros a casa. Un cartel en Barcelona no da la bienvenida precisamente a los visitantes. Ese cartel produce rechazo a alguien que acaba de pisar esa ciudad y no comprende cómo se puede querer echar a los turistas que llegan con su dinero dispuesto a gastárselo allí. Es la famosa turismofobia que, vista desde lejos, no se comprende. Cuando uno se echa a la calle y encuentra una Sagrada Familia donde hay prácticamente una marea de personas para entrar en ella, donde por La Rambla se va como si fuera un domingo de Carnaval y donde muchas de las casas están vacías con la excusa de destinarla a un uso turístico, se jode el invento. Y el encanto de una ciudad se pierde para el propio turista, que tiene que abrirse a codazos entre los semejantes para poder disfrutar un poco, y en un infierno para los propios vecinos. En ese momento es cuando se produce la empatía con la turismofobia.

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