Análisis

rogelio rodríguez

Destrozo institucional

El nuevo bipartidismo agita la polarización en la vida pública y en la sociedad

Varias encuestas revelan que el rechazo social a los partidos políticos es alarmante, con calificaciones que no superan el 0,5 sobre 10. Nunca cosecharon gran crédito, que en buena medida se fundamenta en el porcentaje de rechazo que cada formación obtiene del electorado afín a una ideología contraria, pero el profundo desprestigio que sufren ahora representa un grave peligro para la estabilidad del sistema. El nuevo bipartidismo, más radicalizado, más beligerante y más despectivo, además de menos capacitado para la gobernanza, agita la polarización en la vida pública y en la sociedad y propicia el deterioro institucional. La vocación de servicio a los intereses generales ha derivado en actitudes invasoras de las instituciones con fines partidistas, que carcomen el funcionamiento del Estado democrático y paralizan el modelo productivo. El PSOE y el PP son mayoritarios, dueños de sus espacios electorales, pero también son más débiles y erráticos.

La ocupación sectaria de órganos constitucionales por parte del Ejecutivo social-comunista conduce a la quiebra del equilibrio de poderes, una propensión fatídica. Los cuantiosos signos de decadencia institucional justifican la creciente desafección ciudadana, que tenderá a ser más compulsiva conforme se acentúe el desgaste del régimen establecido. Es lo que el acreditado politólogo norteamericano Francis Fukuyama denomina La gran disrupción, la inconformidad del pueblo con las instituciones que deben regular el orden, la convivencia, la proporcionalidad y el desarrollo. Se gobierna mediante una telaraña de decretos, muchos de ellos improvisados, algunos trufados de populismo y, otros, con afectiva dedicatoria a grupos exógenos que agreden al Estado. El Parlamento, sede de la soberanía nacional y escenario de debates ilustrados, a los que no les faltaba alta tensión, pero en los que, al final, prevalecía el ánimo constructivo, se ha transformado definitivamente en un teatro de cambalaches y disputas groseras, donde la excepción educada y erudita pasa desapercibida. La zafiedad degrada el diario de sesiones. Hace seis años que no se celebra el tradicional y siempre preclaro debate sobre el estado de la nación, aunque con estos mimbres da grima reclamarlo.

El estropicio se ha generalizado. La Fiscalía General es más que nunca un órgano sometido al servicio del Gobierno, aberración de la que incluso alardeó el presidente en uno de sus habituales lapsus de incauto poderío. El Tribunal de Cuentas, ente reconocido por la Constitución, encargado de fiscalizar las cuentas y la gestión económica del Estado y del sector público, se ha convertido en un engorro para un Gobierno que procura su continuidad con regalías a los nacionalismos independentistas, aunque, como en el caso catalán, se eludan los imperativos que determina la cohesión territorial y, sobre todo, la justicia. Y en situación de parálisis está el Consejo General del Poder Judicial, en cuyo bloqueo, desde hace casi tres años, también tiene el PP una gran cuota de culpabilidad. A socialistas y populares debiera avergonzarles que los jueces se vean obligados a solicitar la mediación de los tribunales europeos para renovar su órgano rector. Nada bueno cabe esperar de quien utiliza las instituciones en beneficio propio o como arma de presión política.

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