Análisis

antono zoido

Director de la XXI Bienal de Sevilla

La Bienal: el secreto de su éxito

En nuestro mundo y en la cultura son muchas las ciudades que "compran" y muy pocas -Milán, Nueva York, Venecia, Los Ángeles, París…- las que "venden". En este grupo selecto está Sevilla que, cada dos años, expone en la Bienal el flamenco vivo que asalta fronteras, lleva el cante, el baile o el toque a escenarios de los cinco continentes, los emparenta con otros géneros y crea nuevos itinerarios de ida y vuelta.

El flamenco ya había llegado al Parnaso en los años 20 del Novecientos pero fue en sus años 80 cuando iluminó el mundo desde Sevilla. Eso fue posible porque cuando el flamenco estuvo amenazado de caer en la "autenticidad" del Pueblo Español de Barcelona o la personalidad andaluza de Villar del Campo -perdón, del Río- de Bienvenido Mr. Marshall (los tiempos de la aparición de un turismo de masas que buscaba atraer viajeros con sucedáneos de autenticidad) en el territorio sevillano se alzó la bandera en defensa de los valores intrínsecos del Arte.

Esa revolución tuvo dos vectores: por un lado el de la fijación de los cánones clásicos y, por otro, el de la recuperación del proceso de convergencia con la modernidad que guió el Concurso granadino de 1922. El primero lo encabezó Antonio Mairena, que tuvo como aliada y altavoz a la Tertulia Flamenca de Radio Sevilla (heredera, a su vez, del espíritu innovador de Radio Vida, la emisora de los jesuitas), y se desbordó en los nacientes festivales que abrían el cante a la gente. Los elementos del segundo estuvieron dispersos por Lebrija donde, en 1966, el T.E.L. introdujo el flamenco como elemento esencial de obras teatrales, La Puebla de Cazalla de Moreno Galván, con coplas de viejo vino en odres nuevos y carteles que gritaban "Libertad", Morón de la Frontera en cuyo territorio el pacto militar con EEUU celebró la boda del jazz y el flamenco, y, cerrando el collar de esta paloma, establecimientos sevillanos como La Cuadra, el bar de Paco Lira, en el que todo lo anterior se potenciaba para parir tanto el rock andaluz como el grupo teatral de Salvador Távora. Las dos corrientes no estaban enteramente vertebradas, ni, por supuesto, enfrentadas y, por tanto, con frecuencia, unieron sus cauces.

Esos fueron los mimbres del cesto de un acontecimiento que, nacido casi al mismo tiempo que se instalaba en la Casa Grande el primer consistorio democrático sevillano, puso el flamenco a la altura de la excelencia al adquirir éste la cualidad de arte escénica contemporánea enlazada directamente con la Commedia dell'Arte del XVI, la Comedie Francaise, del XVII, el ballet y la ópera ilustrada o romántica del setecientos y el ochocientos. A partir de entonces muchos artistas del género (e, incluso, bastantes de los que no lo eran pero en conjunción con aquellos) buscaron tanto claves ancestrales como territorios para la nueva creación.

Pudieron expresarlo en la Bienal que, convertida ya en arquetipo, no se la ha llevado ni el viento del coronavirus. Los mitos no sólo se sitúan en la antigüedad: Sevilla reeditó el de Esaú y Jacob cuando se negó a cambiar el derecho de primogenitura por un plato de lentejas.

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