Lo de la larga campaña madrileña ha sido un repunte de crispación y polarización innecesarias y que no le conviene a nuestra sociedad cuando tiene problemas bien dolorosos como para preocuparse con quién pacte el que se siente en la Puerta del Sol. Los programas de "infoentretenimiento" han estado distraídos estos días atendiendo a los requerimientos de las "fuerzas antifascistas" que por unos meses han querido trasladarnos a las angustias de la primavera del 36. En estos días nos estamos haciendo una idea de lo rápido que pudo emponzoñarse el ambiente bélico por entonces.

La televisión ha contribuido lo suyo a azuzar el ambiente, superando a las redes sociales. Tantas horas con las cartas de las balas ha sido de una sobredimensión irresponsable. Si la transición, con tantos momentos delicados de pistoleros, espadones y terroristas, hubiera dependido de los actuales contertulios y ministros habríamos fracasado como sistema, como sucede en Cataluña.

La matraca de estos días ha sido querer convertir a Vox en el partido que fomenta el odio. El partido de la lamentable campaña contra los menas y que impone misas folclóricas y películas de Trece en Canal Sur tiene cosas muy discutibles, pero no es el escuadrón de matones que quieren hacer ver los mismos que han jaleado la violencia en las calles.

Lo de Vox no ha surgido de casualidad, ni por furores imprevistos. La democracia, acomplejada, no se ha defendido a sí misma. Ni a sus símbolos. La clase media, la gente, se ha encontrado, se encuentra, desamparada. Y cada vez que se ha pitado al himno, cada vez que se ha insultado al Rey, cada vez que se ha menospreciado la labor de las fuerzas que nos protegen o cada vez que se han despreciado logros como la transición han nacido votantes de Vox. Podemos y derivados y el actual PSOE, con sus altavoces y contertulios en La Sexta o en La 1, han ido empujando a muchos vecinos a sentirse reflejados en los fantasmas invocados por estos partidos de la irrealidad y el enfrentamiento.

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