Me sorprendió agradablemente el anuncio de 16.000 millones de euros no reembolsables a las comunidades autónomas para hacer frente a los estragos del Covid-19. Un inesperado y oportuno gesto del Gobierno que con el estado de alarma había usurpado a las comunidades autónomas la gestión del problema, pero a las que no descargó de la responsabilidad del funcionamiento de lo cotidiano en condiciones excepcionales y de hasta cierta precariedad, ni de la formidable tarea de recomponer el paisaje económico y social. Una iniciativa impecable hasta que la ministra Montero comunicó que la principal variable de reparto será el impacto sanitario del Covid, de lo que se beneficiarán principalmente Madrid y Cataluña y nuevamente la repugnante sensación de más peajes, de esos que son característicos de los gobiernos débiles.

El formidable reto que está planteado no tiene tanto que ver, afortunadamente, con el número de contagios o de ingresos hospitalarios, como con el coste del retorno a la normalidad. El tamaño de la población tendría que ser, por ello, el principal criterio de reparto, corregido con otros indicadores de impacto propios del contexto, como el aumento del desempleo, el de familias sin recursos o el de empresas que no conseguirán sobrevivir al confinamiento, además de los costes del restablecimiento del sistema sanitario. Incluso el criterio de infrafinanciación por los instrumentos habituales podría estar justificado, pero el resultado es que el Gobierno insiste en su escalada de hostilidad institucional cada vez menos disimulada al situar nuevamente a Andalucía en el grupo de las comunidades perjudicadas.

Ha sido lo habitual con ejecutivos de diferente color en Madrid y Sevilla, como se recordará a propósito del primer Gobierno de Aznar y la negativa de Montoro, jiennense y ministro de Hacienda, a reconocer los datos del último censo de población como variable de reparto para la financiación autonómica. La cuestión va bastante más allá de la justicia de la decisión e incluso de la indignación frente al agravio, porque deja nuevamente entrever la debilidad de las estructuras políticas en Andalucía.

PP y Ciudadanos asumen el papel de defensor de los intereses de los andaluces, frente a la agresión de PSOE y Podemos desde Madrid, pero esto no es más que una coyuntura temporal que, como demuestra la historia, puede convertirse en lo opuesto en cualquier momento. Lo verdaderamente importante es que nadie parece tener un plan para Andalucía, más allá, en todo caso, de la superación del actual estado de catástrofe. Un plan sobre el modelo de bienestar que deseamos y sobre el modelo político para España en el que los andaluces queremos participar. De hecho, cada partido con aspiraciones a gobernar debería tener el suyo propio y exhibirlo en las contiendas electorales, además de enarbolarse por sus representantes en las instituciones del estado. Desgraciadamente ni existen los planes, ni representantes que eleven la voz en nombre de Andalucía y de ahí que contemos tan poco para el resto de España. Sé que suena a lamento. A quejío. Ojalá sonase a la rabia que hiciese a los andaluces levantarse, como nos pide el himno.

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