Denunciar el crecimiento de la brecha entre ricos y pobres es una tentación tan noble y efectiva como achicar agua del mar, pero ya se sabe que la única manera de vencer a ese tipo de impulsos de puro desahogo es sucumbir a ellos.

Qué nos queda sino el recurso a la pataleta al ver a nuestros más o menos engolados dirigentes rasgarse las vestiduras con la boca pequeña ante las atrocidades que sufrió un periodista saudí que fue a recoger unos papeles al consulado de su país en Estambul y salió hecho pedacitos. Todo por criticar a un régimen que bombardea a saco en Yemen, que hace hechos cotidianos de las decapitaciones, flagelaciones y diversos tipos de torturas, y que financia el terrorismo yihadista. Un gigante con chilaba al que se le salen la sangre y el petróleo por las orejas y al que no le tose ni el ilustre inquilino de la Casa Blanca que lo mismo juguetea a la guerra nuclear con Moscú que a la comercial con Pekín.

La hipocresía consiste en hacer pasar una repugnante trola por una bonita verdad. Es el pariente pobre del cinismo, mucho más sofisticado y, por tanto, mejor visto: el arte de mentir a sabiendas de que todos los que asienten son conscientes del engaño. Es muy lindo y resultón llenarse la boca de compromisos éticos hasta la gazmoñería, pero también estaría muy feo hasta lo horrendo comportarse como un psicópata sin corazón ajeno al dolor ajeno y dejar en la estacada a los miles de trabajadores que se quedarían cruzados de brazos si se rompiera la baraja con el rey de Arabia Saudí, Salman bin Abdelaziz, y con el príncipe heredero, Mohamed bin Salman. Gente, eso sí, refinada, que ha enviado sus condolencias a un hijo de Jamal Khashoggi, un periodista que pagó cara su osada crítica desde el exilio a esos sátrapas tocados, muy tocados, con turbante.

Achicando agua del mar de injusticias con el agua al cuello nos topamos ahora con las vergüenzas del Supremo por los suelos tras alzar la voz a la banca, que con dos telefonazos ha dejado claro quién manda aquí allá y hasta en el más allá. La crisis aglutinó a los indignados, pero el miedo, la gran divisa de los trabajadores hipotecados, no nos da más para que acojonarnos y ser un poco más cínicos braceando entre cantos de sirenas.

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