De libros

La torre Eiffel es un fastidio

  • Maupassant nos invita a recuperar la pasión por el viaje con un alucinado recorrido por el Mediterráneo

Para el hombre de hoy, viajar tiene un sentido de ruptura con la rutina pero también de placer perfectamente planificado. Nos preguntamos sobre el hotel, la gastronomía, el transporte, los lugares que hay que visitar, el tiempo o la amabilidad de los nativos. Vamos con nuestra guía y nuestras listas, y corremos de un sitio a otro, angustiados por si nos perdemos algún atractivo.

En La vida errante, el escritor decimonónico francés Guy de Maupassant dice viajar con el pensamiento. Dice que los lectores se decepcionan a veces cuando lo leen porque lo que han visto en sus viajes no se corresponde con lo que él describió. No es la mirada, les responde Maupassant. No es simplemente lo que veo: mi Italia, mi Sicilia y mi Túnez son mías, no es como son, es como a mí se me aparecen. Es esa sensación, para el lector, de viajar por un país a través de la erudición, obsesiones y también locuras del escritor. Por eso, lo primero que hay que hacer, antes de leer este libro, es tirar las listas y guías a la basura.

Un Maupassant de alma romántica nos propone ser antimodernos. A contracorriente, no se deja fascinar por el acelerado progreso técnico. París, su exposición universal, la multitud, la torre Eiffel como símbolo. Todo eso como síntoma de un mundo entregado al utilitarismo, en el que la ciencia ya no se ocupa del misterio del universo (Galileo, Newton...) sino de algo tan a ras de tierra como cómo mejorar nuestra comodidad. El hombre se ha convertido en una máquina de satisfacerse a sí mismo. El ideal de trascendencia, si es que alguna vez existió, quedó enterrado en algún lugar.

Es ese lugar el que intenta descubrir Maupassant. Por eso va a Italia, pero a la clásica, a la que se esconde tras sus piedras y sus duomos, poblada de fantasmas que, éstos sí, aman la belleza muy por encima del beneficio material cotidiano. Arrobado, confiesa que prefiere a la mujer retratada por Tiziano que vio en la Galería Uffizzi, en Florencia, a la más bella de las reales. Se pregunta, con frecuencia, por el alma de aquellas generaciones ebrias de belleza. Almas delicadas, altivas y refinadas del Renacimiento. Multitud moderna, tan banal, pueblo carente de sueños. La Venus de Siracusa, sin cabeza, es "la representación de la mujer tal y como la deseamos", y Maupassant siente que el mármol se tiene que transformar en carne, de tan real, de tan deseable. La Capilla Palatina como máxima expresión de esa simbiosis entre religión y sensualidad que caracterizó en gran parte al Renacimiento italiano. Las ruinas griegas que se desparraman por la isla y que provocan en el autor un deseo irrefrenable de ponerse simplemente de rodillas.

Pero Maupassant viaja y anota, y aunque su huida de París se deba a la necesidad de reencontrarse con un clasicismo ideal, no deja de bajar a veces a la realidad. Siempre que se aleje de esos hombres con bombín que inundan las calles de su París, ésta es bienvenida. En Sicilia -trasunto de la Grecia antigua por su paisaje y su reguero de ruinas- se topa con una de sus obsesiones, la muerte, al descubrir un espeluznante cementerio de momias disecadas. Un pueblo, el siciliano, está dispuesto a conservar hasta la menor apariencia de la antigua existencia de sus muertos precisamente porque ama la vida. También el autor deja constancia de su fascinación por el paisaje. Lo acompañamos en su ascensión al Etna, ese "abismo mugiente de luz inflamada" que no deja de recordar a un dios antiguo caprichoso. Ese amarillo cegador, esas cubas de azufre que se extienden por todas partes, acaban por dibujar un hombre mucho más atento al misterio de lo existente que a la explicación científica racional. Las descripciones de Maupassant, cuando se trata de este tipo de paisajes, son muy físicas, también poéticas, fascinadas.

Cuando baja a Argelia y Túnez sigue en esa línea, y tenemos la sensación de que existe una conexión entre esa cultura árabe-mediterránea y la vastedad del desierto. Dios ya no es altura, como sugieren las catedrales góticas, sino anchura, inmensidad expansiva, como las mezquitas. El hombre en esa interminable planicie es demasiado pequeño ante Dios. De ahí que prefiera perder su individualidad y fundirse con Él. Maupassant, escritor occidental y del XIX, explica con maestría la naturaleza de una cultura que no se entiende sin la religión, y lo hace sin juzgar, si perder su condición de europeo pero también intentando entender. Es un mundo donde todos los hombres parecen vestir como monjes, donde en sus mínimos gestos se adivina la trascendencia. Incluso en la locura y en el sexo -Maupassant visita un psiquiátrico y un prostíbulo- no faltan esa pátina de lo sagrado que atraviesa todo el Islam. De nuevo viene esa búsqueda del misterio que en Italia estaba en el fantasma de lo clásico y en el Magreb simplemente en Dios.

Maupassant termina regresando a Italia, y vuelve de nuevo a ratificarse en su alma antimoderna. Venecia, ese "bibelot viejo y encantador, pobre, arruinado, pero orgulloso, con el inmenso orgullo de la gloria antigua"; y Nápoles, la de la población gritona, gesticulante, enfebrecida, viva. Nada que ver con la del bombín que se complace con el "esqueleto metálico" y sin gracia que es la torre Eiffel.

Guy de Maupassant. Traducción de Elisenda Julibert. Marbot ediciones. Barcelona 2011. 13,7 euros. Disponible en el dispositivo electrónico kindle por 6,7 euros.

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