Cultura

Una poética del Mal

  • Odette Elina testimonia su estancia en Auschwitz en 'Sin flores ni coronas'

Desde su inicio, el hombre ha ideado diversas teogonías para explicar el Mal y dar cabida en el mundo a esa parte ominosa, demoníaca, abisal, que dirige con frecuencia nuestros actos. Sin embargo, muy andado el XIX, Nietzsche daba por muerto ya a cualquier dios sobre la tierra, y Freud, terminada la Gran Guerra, nos informaba de que "descendemos de una larga serie de generaciones de asesinos". No otra cosa encontramos en Sin flores ni coronas: la pureza del mal, su decantación científica, el esplendor humano en su hora más abominable. Eso es lo que se escenifica en Auschwitz, en el Auschwitz-Birkenau que conoció Odette Elina; y eso es lo que se desprende de estas páginas, tan hermosas y púdicas como terribles: la ingénita violencia con la que el hombre busca la devoración, la exterminación del otro.

Sin flores ni coronas, según se nos informa en el epílogo, tuvo una existencia muy discreta en Francia. Publicado en el 48, y agotado de inmediato, no conocerá otra reedición hasta los años 80. En cualquier caso, no radica ahí la singularidad de este libro. Ya conocíamos muchos otros testimonios de la vida, de la supervivencia en los campos de exterminio. Ahí están las palabras de Primo Levi, o la ira devastada de Jean Améry, el austriaco Hans Mayer. Ambos se suicidaron después de una larga existencia. Ambos, quizá, vivieron con el horror, con el recuerdo de lo incomprensible, de lo innominable, hasta el último momento. En Sin flores ni coronas, junto al pudor y la escritura precisa, contenida, dolorosamente escueta, nos encontramos, ay, con la esperanza. Ninguno de los hombres mencionados disfrutó de esa paz, de ese improbable lenitivo. Para la señora Elina, no obstante, el mundo tiene todavía una hora de luz, una puerta secreta, cuando recibe el beso inesperado de un niño, el pequeño Olek. Entonces repara en que "hacía un año que había olvidado qué era la ternura". No, de estas páginas no se desprenden la ira ni el rencor. Tampoco la desesperanza. De su lectura, atenta y absorbente, nos queda el mayor de los vacíos, la más amarga y desoladora de las congojas. Ni el heroísmo ni la barbarie tienen aquí una explicación, salvo su indudable sustrato humano. Al cabo, la generosidad y la valentía de Odette Elina nacen de la necesidad, de la presencia de vastas muchedumbres lastradas por la sangre, el estupor y la codicia.

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