historia Una figura entre la verdad y la leyenda

La orden del honor

  • La revista 'Andalucía en la Historia' dedica un dossier a los caballeros medievales, estirpe que sigue en plena racha aupada por el cine, la literatura y la mitología

El Romanticismo los convirtió en héroes hercúleos herederos de las divinidades grecolatinas, el imaginario cultural cimentado en el cómic los consagró como iconos entre el mito y la Historia y el cine hizo el resto. Pero el devenir de los caballeros medievales constituyó una realidad social, política, económica y militar bien palpable durante cinco siglos en una Península Ibérica que fue, ante todo, un territorio de frontera. Sin la presencia de los hidalgos consagrados al honor, España y Europa habrían sido algo muy distinto. La revista Andalucía en la Historia, que publica el Centro de Estudios Andaluces, acaba de lanzar un dossier especial sobre el asunto de obligada lectura para quienes deseen saber más sobre el asunto, que se presentará mañana lunes a las 19:30 en la Casa Árabe. Así que la ocasión la pintan calva para zambullirse en un mundo tan apasionante.

Este número especial ha sido coordinado por el medievalista de la Universidad de Huelva Juan Luis Carriazo Rubio y en él participan la investigadora de la Universidad de Córdoba Cristina Moya García y los profesores de la Universidad de Jaén José Julio Martín Romero y Francisco Vidal Castro. Sus textos indagan en el fenómeno de la caballería en el contexto de la frontera entre Castilla y Al-Ándalus, ya que se dio a ambos lados de la misma con igual intensidad. Y lo hacen a través de cuatro ejemplos de caballeros que destacaron, en plena prefiguración del Renacimiento, tanto en el mester de las armas como en el de las letras: mosén Diego de Valera, defensor de la caballería con las armas y, sobre todo, con sus escritos; Hernán Mexía, autor del tratado Nobiliario Vero, en el que se argumenta a favor de la nobleza de linaje frente a los nuevos nobles aupados a esta clase social por voluntad real; el cautivo cristiano educado como musulmán Abu l-Nuaym Ridwan, uno de los hombres más influyentes del Al-Ándalus nazarí que gozó del favor de tres emires y fundó la primera universidad de Andalucía, la Madrasa de Granada; y, por último, Manuel Ponce de León El Valiente, un caballero cuya vida, a pesar de su escasa presencia en las crónicas medievales, tuvo una extraordinaria fortuna literaria desde el siglo XVI hasta bien entrado el siglo XIX. Además, la revista presenta un jugoso estudio sobre la figura de Alfonso XI, caballero y rey, de cuyo ascenso al trono se cumplirán próximamente setecientos años.

Aunque los orígenes de la caballería se remontan a la Antigüedad, la figura del caballero tal y como se entiende en la actualidad tiene su origen en la Francia de los siglos IX y X. En un principio, se trataba de una entidad militar, escasamente vertebrada, que trabajaba al servicio de los nobles en la defensa de los feudos, y a la que se exigía un severo reglamento de obediencia y servidumbre con respecto a sus señores. Pero el avance imparable del Islam en Europa convirtió la mera protección de los condados en una causa común a favor de la fe cristiana, emblema que pronto asumieron los caballeros junto a la humildad, el valor, la obediencia y, como se verá más adelante, el honor. Estos primigenios caballeros franceses encontraron un más que propicio campo de batalla para la causa en una Península Ibérica conquistada por los musulmanes casi en toda su extensión. Su contribución resultó decisiva para convertir el Camino de Santiago en objeto de peregrinación de nobles y vasallos europeos y así preservar este territorio de la amenaza infiel. También Alfonso VI contó con un ejército de caballeros franceses para la Reconquista de Toledo en el año 1085, si bien tuvo que enfrentarse posteriormente a ellos para mantener a salvo las sinagogas y los distritos judíos de la ciudad.

La caballería militar no tardó por tanto en prender en la España medieval, pero con unas connotaciones propias. La península era, como se ha dicho, un territorio de frontera, con poblaciones que vivían a escasos metros del dominio musulmán y que libraban continua batalla contra los usurpadores. Estos pobladores eran enviados por la Corona a las zonas calientes a cambios de ciertos privilegios: gozaban de suficiente autonomía política y económica (consumían lo que producían sin dar cuentas) y apenas tenían que rendir tributos (un premio notable, dado que la Reconquista se sufragaba fundamentalmente mediante impuestos). Al mismo tiempo, estos colonos, conscientes de la importancia que revestían para el avance cristiano, comenzaron a plantear nuevas exigencias, razonables, si se quiere, en tanto que eran ellos quienes se jugaban el pellejo. De modo que lo que los pobladores de la frontera pasaron a pedir no eran ya nuevas exenciones fiscales, sino su reconocimiento como una clase social propia: la hidalguía, una casta netamente ibérica vinculada de manera estrecha a la caballería.

Para comprender lo que llegó a significar la hidalguía es necesario analizar en su contexto la importancia que en la España medieval se le otorgaba al honor. Todo giraba en torno a este concepto: en virtud del mismo se establecía el derecho (los numerosos reglamentos tradicionales seguidos en la península durante el Medievo no quedaron unificados en una sola jurisprudencia hasta Alfonso X) y por tanto las relaciones personales y comerciales, lo que abarcaba desde las herencias hasta los matrimonios. Pero cuando la Reconquista daba sus primeros pasos en el siglo X, el honor era únicamente una cuestión de linaje. Se adquiría heredado desde la cuna y sólo el apellido permitía su atribución. No podía ser comprado ni merecido. Los pobladores de los territorios reconquistados reclamaron de este modo para sí un honor en virtud de sus méritos en el campo de batalla, tan efectivo como el que naturalmente heredaban los nobles. Y lo cierto es que no les fue difícil obtenerlo.

La Corona comprendió enseguida los beneficios que podía entrañar para sus intereses una nueva clase social de estas características. El crecimiento social de los hidalgos (hijosdalgo, llamados así en plena reivindicación de sus derechos independientemente de sus apellidos) traía aparejada una pérdida de influencia de los nobles, que irritaban a los monarcas con exigencias de gobierno y posesión, título en mano, cada vez que un nuevo terreno era reconquistado. La consecución del honor a cambio de los éxitos militares estimuló además a los colonos en la batalla, así que la operación parecía prometer réditos a mansalva. Roma señaló a la Península Ibérica como objeto de cruzada con tanto o más frenesí que la mismísima Tierra Santa, con lo que también los papas premiaron gustosamente el impulso brindado a la caballería. El episodio definitivo en este sentido fue el triunfo en Navas de Tolosa frente a los almohades en 1212 a manos de Alfonso VIII, monarca que había contribuido de manera decisiva al reconocimiento de la hidalguía como clase social honorable y álgida frente a una nobleza llorona y antigua. El mismísimo Alfonso XI se consideró a sí mismo caballero y rey, y sus aventuras fueron glosadas en cantares de gesta a la manera de los héroes bretones.

El apogeo de la hidalguía y de la caballería como manifestación militar de la misma trajo consigo una permeabilidad notable de las clases sociales. A un colono le bastaba acabar con un musulmán que se colara en su huerto a robar melones para convertirse automáticamente en caballero y adquirir todos los derechos y honores adscritos. Esta facilidad respondía al entusiasmo con que los reyes quisieron alimentar a la caballería en detrimento de la nobleza. Pero este fervor terminó volviéndose en su contra. Cuando Castilla empezó a sufrir problemas internos y los herederos al trono comenzaron a declararse guerras interminables, la Reconquista pasó a un segundo plano y los caballeros e hidalgos, que habían jurado obediencia a sus monarcas, se sintieron decepcionados primero y traicionados después. Tanto fue así que, como narra el Poema de Mío Cid, llegaron a servir en ocasiones a reyes almorávides y almohades, en cuyos dominios también se había producido el fenómeno de la caballería. La frontera era igual de dura a ambos lados, y el mestizaje en la práctica militar fue común hasta la expulsión de los moriscos en el siglo XVI.

La caballería se mantuvo en alza hasta el siglo XV gracias a luminarias como Gonzalo Fernández de Córdoba. Por entonces, el cultivo de las letras y las artes reforzó, junto a la espada, la distinción de los caballeros frente a la nobleza, lo que sirvió para prefigurar, como se ha dicho, el modelo que en el Renacimiento adoptaron genios como Garcilaso de la Vega. Sin embargo, a finales del siglo XVI las novelas de caballerías convirtieron al hidalgo en mito, hasta que Don Quijote, en el siglo XVII, hizo del caballero objeto de chanza, que no de olvido: su montura permanece, hoy, intacta.

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