Cultura

Contra la irritante risa de la hiena

  • Caballero Bonald dialoga con la pintura de José Luis Fajardo en 'Anatomía poética', con el que se presenta la editorial Círculo de Tiza y en el que el autor se muestra beligerante frente a su tiempo

"Desde muy antiguo, acaso desde antes de que la soberbia o la hipocresía fuesen consideradas factores de riesgo, se tienen noticias de la existencia de impostores. Han proliferado en los climas más heterogéneos, incluso en zonas carentes de los requisitos indispensables para la supervivencia, y siempre han logrado salir airosos de sus maquinaciones frente a las adversidades de la vida". Desde siempre, y particularmente en sus últimos poemarios, Manual de infractores, La noche no tiene paredes o Entreguerras, José Manuel Caballero Bonald (Jerez, 1926) ha ligado el oficio de escribir a una observación inquieta y beligerante del ser humano, y en sus obras se ha reflejado la incomodidad de un pensador perplejo ante los abusos de poder y las manipulaciones del presente. Su última propuesta, Anatomía poética, editada por el sello Círculo de Tiza y en la que entabla un diálogo con la pintura de José Luis Fajardo, no es una excepción a esa actitud alerta de un autor que, con la edad, recela cada vez más de las certezas y los discursos oficiales.

La afinidad entre Caballero Bonald y Fajardo (La Laguna, Tenerife, 1941) no es nueva, como recuerda en el prólogo del volumen Juan Cruz, que resalta la plasticidad de la literatura del primero y el lirismo de la obra del segundo. "Caballero, es notorio, es un poeta, y Fajardo es un pintor, pero eso no se ve en seguida, pues a la vez Caballero puede ser pintor y Fajardo poeta", considera el prologuista. No en vano uno de los escritos gira en torno al retrato en el que Velázquez plasmó a Góngora, una secuencia en la que se produce un "trasvase maravilloso" entre uno y otro: "Enigmático y adusto, parapetado en una especie de fatigada dignidad, Góngora mira sin pestañear a Velázquez al tiempo que éste observa no sin presunta avidez a Góngora. El pintor es ya el poeta y, al revés, el poeta ya es el pintor".

Antes de Anatomía poética, escritor y artista habían caminado de la mano en un trabajo libérrimo y feliz, fruto de la voluntad de ambos de no responder a esquemas preconcebidos, Los personajes de Fajardo. Allí, recuerda Cruz, el canario "había hecho lo que le dio la gana, había destripado sombras y meandros, amebas humanas, rayos de sol (...) Y Caballero Bonald escribía, claro, siempre lo hizo, lo que le daba la gana: (...) había una agresividad de hachazos amortiguados, veloces y de plomo candente, como los que reclamaba Martí para dilucidar la luz del día, para convertirla también en noche, para tacharla".

Fue Cruz quien sugirió a Fajardo "devolverle a la gente aquella conjunción de ira delicada y deslumbramiento adolescente", una idea que el prolífico Caballero acogió con entusiasmo. Las escenas fantasmagóricas, enigmáticas, que perfila el pintor encontraron una inesperada equivalencia en la palabra exuberante del jerezano.

En Anatomía poética, que recupera algunos fragmentos de la primera colaboración conjunta pero principalmente aporta textos de nueva cosecha, Bonald vuelve su mirada a algunos asuntos que frecuentan su universo. Entre ellos, la maraña sin lógica del recuerdo: "De la memoria nadie sabe nada, nadie sabe cómo funciona, cómo se activan sus hilvanes, sus dilaciones, sus desplifarros, por qué se retienen informaciones que se preferirían olvidar y se olvidan otras que querrían mantenerse en los secretos entramados de la perduración", escribe el autor de Ágata ojo de gato. El narrador y poeta cavila asimismo sobre los orígenes de la lengua escrita, que percibe como una forma surgida del encantamiento: "Casi nadie cuestiona que la invención de la escritura respondió a un incentivo mágico. No otro origen debe atribuirse efectivamente a las primitivas prácticas ideográficas y a las simbologías del ciclo cavernario. Antes que informativas, las claves de la escritura fueron ensalmadoras. No existían palabras para nombrar las cosas sino signos francos sólo reconocibles por los expertos en quimeras".

Caballero Bonald titula no sin ironía -el humor está muy presente en el conjunto- uno de los apartados como Excedentes de cieno, un nombre ilustrativo de la preocupación que expresa el escritor por las miserias que exhibe en la actualidad la condición humana. El autor, que en una entrevista reciente con Efe afirmaba estar indignado con "la hipocresía, el cinismo generalizado" o "la inmoralidad de los manejos financieros", lanza en este libro sus dardos contra los aduladores, que "acaban siendo", dice, "más numerosos de lo que a primera vista pudiera pensarse y aparecen indistintamente distribuidos en cuantiosos centros urbanos: ministerios, casinos, hemiciclos, canchas, academias y demás agrupaciones gremiales", o carga igualmente contra los delatores, de los que asegura: "Quedan ejemplares de esa variante urbana de la hiena en muy reconocibles enclaves de la geopolítica".

En su burla de los potentados, los generadores de miedos o los patriotas, "los fanáticos, los dogmáticos, los sumisos", Caballero Bonald reivindica a quienes se atreven a abrazar la disidencia: "Quizá nunca sean demasiados los que prefieran la excepción a la regla. Quizás los que la prefieran padezcan incomprensiones, abandonos de hogar, sarpullidos, emboscadas, liviandades, y terminen lo suficientemente desprestigiados como para que -en compensación- les erijan estatuas".

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