Cultura

Cuando estalló la paz

  • Las memorias del popular escritor y periodista republicano Diego San José documentan su paso por las cárceles de la inmediata posguerra

Tanto o más que en la eliminación de los enemigos señalados, la miseria de las dictaduras se refleja en la persecución de ciudadanos desafectos pero políticamente insignificantes a los que los todopoderosos funcionarios, obsesionados con sancionar la disidencia, califican como seres indignos o apestados, cuando no como delincuentes merecedores de castigo. Ocurrió en España cuando el franquismo victorioso convirtió en objeto de procesamiento a todos los que hubieran tenido algún tipo de relación con las instituciones republicanas. Muy popular en la anteguerra, el escritor y periodista madrileño Diego San José no había cometido otro delito que seguir ejerciendo su profesión en el Madrid sitiado. De convicciones republicanas, no se había afiliado a ningún partido ni tuvo más participación en la vida pública que un brevísimo paso por el negociado de prensa de la Dirección General de Seguridad, en el que su cometido se reducía a recortar noticias y de donde fue destituido por sus gestiones en favor de varias personas -entre ellas el asesinado Pedro Muñoz Seca- perseguidas o encarceladas.

Autor de numerosos artículos en cabeceras como El Liberal o El Heraldo de Madrid, narrador, dramaturgo y adaptador de textos clásicos del Siglo de Oro, San José cultivó el casticismo, los cuadros de costumbres y los relatos de fondo histórico, muchos de los cuales aparecieron en colecciones de amplísimas tiradas como La Novela Corta y El Cuento Semanal. Era un habitual de las tertulias que tenía la suya en El Gato Negro, había participado muy activamente en la vida literaria pero apenas volvió a publicar tras la depuración que acabó con su carrera. Diez días después del final de la guerra, en el "año de desgracia" de 1939, el ya veterano Dieguito, como lo llamaban los íntimos, fue detenido y juzgado en dos consejos de guerra por el delito cínicamente catalogado como "adhesión a la rebelión", figura habitual que en el caso de los cronistas -para los que se habilitó un Juzgado Especial de Prensa- no necesitaba de más pruebas que el contenido de los artículos. Abogaron por él otros autores como Emilio Carrere o Cristóbal de Castro, pero fue el inefable Millán Astray, de quien al parecer preparaba una biografía, el que lo libró de la pena de muerte "sin derecho a indulto". Finalmente fue condenado a veinte años de los que cumplió cinco. El testimonio de sus prisiones, De cárcel en cárcel, ha sido recuperado por Renacimiento en una edición del estudioso del periodismo republicano Juan A. Ríos Carratalá que incluye el prólogo "apasionado" de Florentino Hernández Girbal a la edición póstuma del libro (Ediciós do Castro, 1988) y las ilustraciones del dibujante José Robledano, amigos ambos del autor y compañeros de cautiverio.

Sin contar las estancias de tránsito, el itinerario carcelario de San José se resume en cinco presidios: Las Salesas, Atocha y Porlier en Madrid, la isla de San Simón -"mi Santa Elena"- y Vigo en Galicia, donde se estableció con su familia cuando fue liberado. De todos da cuenta en estas memorias que concentran la carga dramática en la primera parte, durante los meses en los que las ejecuciones eran diarias. Muchos otros colegas compartieron su suerte y por ejemplo entre los que penaban en Porlier estaban el argentino Valentín de Pedro -autor de una "galería de condenados tras la Guerra Civil", Cuando en España estalló la paz, cuyo título tal vez conociera Gironella- o Antonio de Hoyos y Vinent, el extravagante marqués reconvertido en anarquista que moriría en prisión abandonado por todos. De este último, "aislado por su pertinaz sordera y casi ciego", traza un conmovedor retrato de postrimerías que acaba con la visión de su cadáver arrumbado en el patio, "junto a la chatarra y los desperdicios". También sabemos por San José de las últimas horas de Pedro Luis de Gálvez, el más bohemio de los bohemios, a quien visita antes de su ejecución inminente. Al sacerdote que merodea por la sala y le aconseja confesarse, le responde: "Yo no necesito intérpretes para hablar con Dios. Soy teósofo. ¿Sabe usted lo que es eso?". A los carceleros, a modo de despedida: "¡Vayan ustedes haciendo el equipaje, que yo les iré buscando alojamiento...!".

La clara prosa, extrañamente serena, con la que San José describe la vida penitenciaria o narra el rosario de padecimientos va más allá del mero testimonio y tiene valor por sí misma, pero sobre todo ha conservado con trazos muy vívidos el clima moral de la derrota. La indignación no mengua, pero el miedo y la incertidumbre del primer momento van dejando paso a una sensación de melancolía que no le abandonó hasta el día de su muerte. Años después de ser excarcelado, en unos versos escritos con motivo de una ocasional visita a su ciudad natal, que ya no reconocía, se preguntaba qué había sido del "alma alegre del Madrid de antaño".

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