Cultura

El día de la bestia

Tras el inesperado y desconcertante éxito (relativo) de La soledad, Jaime Rosales parece haber asumido con comodidad el papel de abanderado de ese otro cine español que permanece al margen del gran público y que, en su indagación de formas y texturas, tiene su mirada puesta en algunas de las tendencias estéticas que protagonizan hoy el principal núcleo de debate de la cinefilia más exigente, tendencias que en ocasiones han desplazado al cine a nuevos espacios de visibilidad como internet o el museo. No en vano, Tiro en la cabeza es la primera película española que se estrena simultáneamente en cines comerciales, salas virtuales y en el Museo Nacional Reina Sofía, tal es el carácter excepcional, difícil y experimental de su propuesta.

Rosales parece haberse erigido también en un cineasta concienciado, o lo que es lo mismo, un cineasta que integra su reflexión sobre las formas cinematográficas con la implicación cívica con algunos de los asuntos más delicados de nuestro tiempo. La violencia o el terrorismo ya estaban (aunque de forma elíptica) en el epicentro emocional de Las horas del día y La soledad, y ahora son de nuevo los temas centrales, también fuera de campo, de este filme premiado por la crítica en San Sebastián.

Tiro en la cabeza es, en este sentido, una película de un rigor irreprochable, aunque también una cinta que explicita en exceso su mecanismo formal y su tesis ideológica. La cámara de Rosales observa desde la distancia el día a día de un personaje (Ion Arretxe, actor improvisado) y sus circunstancias. El teleobjetivo, el encuadre y la ausencia total de diálogos inteligibles se convierten en los pilares estilísticos de una propuesta radical que busca abrir interrogantes antes que dar respuestas sobre el problema vasco. Los dispositivos del cine documental y de ficción trabajan conjuntamente. Construcción y reconstrucción se superponen la una a la otra.

Si en la primera mitad la ficción especula con la cotidianidad de un tipo anónimo, la segunda reconstruye un hecho real conocido: el asesinato de dos guardias civiles en la localidad francesa de Capbreton tras un encuentro fortuito con tres terroristas de ETA. En la primera parte la dramaturgia desaparece en favor de la mirada y el murmullo, la rutina alcanza una densidad y un protagonismo absoluto que no nos permite ir más allá de la ventana de un apartamento o del escaparate de una cafetería, a través de los que observamos a nuestro personaje-señuelo, desplazándose de un sitio a otro, comprando en una tienda, en sus encuentros con otros personajes. En la segunda, un cambio de foco, la alternancia de dos puntos de atención, preludian la tensión de la tragedia.

Tiro en la cabeza asume un recorrido-interrogante que obliga a su espectador a mirar y a escuchar (el sonido es aquí tan importante como lo es la ausencia de palabra) desde la incertidumbre, a palpar el tiempo, la duración y el vacío, a convertirse en un voyeur a través de cuya ventana indiscreta tiene que espiar una vida sin atributos súbitamente transfigurada por la irrupción de la violencia, a madurar, en definitiva, su propia posición ante lo que le es dado a ver y oír.

Es en ese (es)forzado ejercicio formal en el que Rosales pretende inscribir su reflexión moral sobre la normalidad de la bestia, despojar el conflicto vasco de otros matices, políticos o sociales, que no sean los del hombre frente al hombre y el absurdo de los actos que lo acercan al monstruo.

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