Crítica de Cine cine

El cine en herencia

Luis Callejo y el niño Jorge Andreu en una imagen de 'En las estrellas'.

Luis Callejo y el niño Jorge Andreu en una imagen de 'En las estrellas'.

Me temo que muy a su pesar, y también al de su valedor y productor Álex de la Iglesia, Zoe Berriatúa va camino de convertirse en el director de culto de su generación, en ese tapado fuera de las listas y los premios, también del gran público, que con apenas dos películas ha demostrado tener más valía y universo propio que tantos debutantes del último cine español amparados por las fórmulas de las televisiones privadas y escondidos tras los aseados modos del oficio y la buena factura.

Después de la irregular aunque potente Los héroes del mal, en la que retrataba con tanta furia como delicadeza el difícil tránsito adolescente en el barrio periférico, Berriatúa cambia de registro y se adentra en la fábula de trasfondo cinéfilo (de Méliès a Griffith, de Lang a Harryhausen) para reconciliar la propia autobiografía (su padre, Luciano, fue uno de los más apasionados restauradores e investigadores del cine mudo en nuestro país, además del mayor experto mundial en la obra de Murnau) con el gusto artesanal y analógico por la aventura, la fantasía, la ciencia-ficción y los relatos de iniciación protagonizados por adultos y niños sin necesidad de rebajas ni paños calientes, abrazando los viejos modos del cartón-piedra pasado por la tecnología digital para enlazar una trama de duelo, reconciliación y redención paterno-filial y pagar un homenaje tan sincero como emotivo a la historia del cine mamada en primera persona.

En las estrellas es un auténtico festín de cinefilia sin empalagos ni poses, un viaje (a la luna) de goce y revelación comandado por un espléndido Luis Callejo de aspecto kubrickiano y un niño inteligente llamado Ingmar al que Jorge Andreu presta un desparpajo natural y una verdad que, como ocurre con el resto del reparto, incide en la dirección de actores como uno de los muchos méritos de Berriatúa como cineasta.

Los demás habremos de encontrarlos en su brillante uso de músicas propias y ajenas (de Britten a Ravel) en la sala de montaje, en la capacidad para encontrar un tono justo y un ritmo narrativo preciso para el desdoblamiento y las entradas y salidas de su fábula, para equilibrar registros y paisajes insólitos en nuestro cine muy lejos de las estrepitosas bayonadas de turno, siempre a escala y a ras de mirada humana a la hora de imaginar y reconstruir mundos maravillosos, cálidos y habitables.

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