Cultura

Las bellas aventuras

Antes de concebir las hermosas fabulaciones por las que es universalmente conocido, Robert Louis Stevenson (1850-1894) escribió una serie de libros de viajes que contaban sus andanzas y peregrinajes por tierras de Francia y América. Disponíamos de ediciones recientes de Viajes con una burra, de El emigrante por gusto y de su continuación A través de las praderas, pero faltaba por traducirse el primero de ellos, An Inland Voyage (1878), con el que se inició la carrera literaria de un joven aventurero que gustaba de la vida itinerante y no había publicado hasta entonces -ensayos, artículos, algún relato- más que en las revistas, pero que ya había conocido, precisamente en Francia, a la mujer por la que atravesaría el Atlántico y con la que conviviría el resto de su vida. Este viaje tierra adentro narra una expedición emprendida en 1876 por Stevenson y su buen amigo Walter Simpson, que partieron de Amberes para recorrer, embarcados en dos balandros, parte de Bélgica y el norte del país galo, con destino final en Pontoise, cerca de París. Una accidentada travesía que se lee con la emoción del que sabe que a su protagonista, un joven escocés fascinado por Francia, le quedan aún miles de kilómetros por recorrer, muy lejos de los ríos y de los canales de la vieja Europa.

Como señala el veterano traductor Miguel Martínez-Lage, el narrador tiene todavía mucho de cronista ingenuo que sin embargo, entre los comentarios jocosos y las descripciones de tono naturalista, deja entrever detalles de genio que anticipan al futuro artífice de tramas inmortales. En particular, desde la primera línea, Stevenson muestra su talento para la composición de escenas y, aunque todavía en bruto, esa especial elegancia en la que reside buena parte de su encanto. Los expedicionarios afrontan todo tipo de obstáculos que no merman su entusiasmo ni su buen humor, pero la narración del viaje contiene, además de las peripecias de los navegantes, apuntes de paisaje en la tradición del ensayismo romántico, vivos retratos de los personajes que les salen al encuentro y reflexiones -"La política es la religión de Francia"- que se alternan con los pasajes descriptivos y dejan claro que el autor, aunque primerizo, no es un mero recopilador de anécdotas y lugares pintorescos. Se trata de una aventura modesta, de iniciación juvenil, pero su cualidad inaugural, ya se ha dicho, resulta particularmente emocionante, pues en este muchacho enfermizo pero obstinado, en su vitalismo contagioso, en las graciosas observaciones que acompañan el relato de sus destartaladas correrías, está ya el gran escritor que no necesitaba de los escenarios exóticos para dejar una impresión perdurable. "Las más bellas aventuras -concluye el viajero, de vuelta al mundo- no son aquellas cuya búsqueda emprendemos lejos".

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