Cultura

Vestidos negros y 'basura blanca'

Ya sea por la causa racial o por la feminista, las entregas de premios en Hollywood y alrededores vienen siempre acompañadas de gestos para la galería que pretenden elevarse a causa global de temporada. Nadie, salvo tal vez Harvey Weinstein, puede estar en contra de estas reivindicaciones, pero no es menos cierto que muchas de ellas se quedan en estos momentos de gloria y pasarela y no traspasan a la opinión pública, no digamos ya a quienes están en disposición de gestionarlas, más allá de la ceremonia de turno y su fugaz repercusión mediática.

Sea como fuere, los vestidos negros y los numerosos discursos contra los abusos machistas en la industria de Hollywood vinieron a poner el luto con glamour sobre una nueva demostración de que la Asociación de la Prensa Extranjera en Hollywood (¿quiénes son realmente esta gente?) y sus Globos de Oro tienen una idea más bien restringida del cine que se hace por allí, a lo sumo un pelín más permeable a la diversidad y al coqueteo con lo que antes llamábamos indie que la de esos académicos que, en unas semanas, van a nominar y premiar con el Oscar prácticamente a las mismas películas y a los mismos directores, guionistas, actores y actrices.

Un luto negro que, paradójicamente, acompañó el triunfo inapelable de la basura blanca como fértil marco social para tres historias de lucha, superación y/o fracaso.

Tres anuncios en las afueras, del británico Martin McDonagh, la gran vencedora de la noche, retrata con habilidad, astucia y más quiebros de los necesarios la lucha de una madre coraje (excelente, como siempre, Frances McDormand) por esclarecer la autoría del crimen de su hija en un pequeño pueblo sureño, pretexto para recrear un microcosmos machista, salvaje y violento que la película traza siempre mucho mejor sus personajes (entre ellos el que encarna el también premiado Sam Rockwell) que en los muchos volantazos efectistas de su trama.

También nada en las aguas turbias y violentas de la white trash la cinta Yo, Tonya, biopic de la malograda patinadora olímpica Tonya Harding que ha posibilitado un premio cantado a la actriz de reparto Allison Janney, absolutamente monstruosa (en el mejor sentido) en su caracterización de madre lumpen, deslenguada y salvaje dispuesta a todo por el éxito de su hija, incluso a la traición.

Lady Bird, la simpática autobiografía sublimada de la actriz Greta Gerwig, ganadora en la categoría de comedia, también se acerca a la clase media blanca empobrecida y al trayecto de maduración de una adolescente (Saoirse Ronan, también premiada) de Sacramento que, como en una novela de Joan Didion, sólo espera poder salir de allí algún día para triunfar y hacer las paces con sus raíces y su madre.

Entre tantos relatos críticos con el viejo orden patriarcal y blanco, Gary Oldman (La hora más oscura) y James Franco (The Disaster Artist) confirmaron una vez más que en la órbita cinematográfica no hay nada como disfrazarse, sepultarse en látex o interpretar a una figura real (Churchill y Wiseau) para conseguir un premio de interpretación, y Guillermo del Toro que aún queda espacio premiable para la fidelidad a la fantasía como territorio de metáforas, fantasmas y expiaciones personales con La forma del agua, confirmando de paso que no hay año sin cineasta mexicano en un palmarés. La diversidad tal vez era esto.

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