Cultura

"Sufrimos las turbulencias propias del final de un ciclo"

  • La autora novela en 'El testigo invisible' la caída de los zares desde la óptica de un deshollinador imperial

Carmen Posadas (Montevideo, 1953) regresa a la novela histórica con El testigo invisible, un retrato en claroscuro de la corte de los zares editado por Planeta. El lujo y la miseria conviven en esta narración donde, a la manera de las muñecas rusas, un secreto porta en su interior otra intriga y así, sucesivamente, hasta llegar a la trágica noche del 17 de julio de 1918, cuando un grupo de militares bolcheviques asesinó a toda la familia Romanov. Leonid Sednev, deshollinador imperial de 15 años, sobrevive a la matanza y será quien reconstruya, muchos años después, el ocaso de aquel régimen.

-Su narrador es un trabajador de palacio secretamente enamorado de Tatiana Nikolayevna, hija del zar como María, Olga y Anastasia. ¿Es ésta una novela de iniciación o una intriga histórica?

-Podría haber escrito la historia de la falsa Anastasia pero no sé cuántas hay ya por ahí. Ahora acaba de aparecer una falsa Olga que también reclama ser hija del zar y, si está viva, debe tener ya 160 años. Quería contar esta historia porque siempre me sorprendió que hubiera tantos mitos, leyendas y mentiras alrededor de ella. Lo que pasó es tan potente que no hace falta inventarse nada. Efectivamente la obra combina todos esos géneros pero está contada desde el punto de vista de los criados. En esa época la relación afectiva más cercana que tenían estas clases sociales era con ellos. A sus padres sólo los veían un ratito por la noche cuando venían a darles un cachete, ése era su único contacto. Me interesaba ese punto de vista cercano y, como se dice al principio de la novela, nadie es un gran hombre para su mayordomo. Ellos conocen un montón de detalles.

-¿Qué le resultó más curioso de la sociedad rusa de esa época?

-La diferencia entre criados y sirvientes. Antes los criados tenían una connotación amable porque eran los que habían nacido con la familia y se criaban con ella. Algunos, sin duda, eran hijos de los señores, eran los llamados criados con sangre. Durante la Revolución se descubrieron de una enorme lealtad: cuando llegaron los bolcheviques y les obligaron a revelar secretos de la familia muchos de ellos se negaron y murieron antes de hacerlo porque, aunque bastardos de los Yusupov u otra saga, se sentían miembros cercanos.

-La novela la cuenta un Leonid nonagenario a partir de sus recuerdos adolescentes. ¿Qué le aporta ese enfoque a la trama?

-Si cuentas la novela desde la óptica infantil tienes como ventaja un punto de vista inocente y ganas complicidad con el lector, porque todo el mundo se identifica con los niños. Pero hay montones de reflexiones que un niño no puede hacer, no resulta verosímil. Al hacer que recuerde al cabo de los años los hechos puede también incorporar pensamientos que un niño nunca haría. Es un truco literario que brindo a escritores en ciernes.

-Parece inverosímil que Leonid termine sus días en Uruguay, el país de donde usted procede.

-Puede parecer inverosímil pero no sería tan difícil que acabara ahí. Este personaje, que existió, escribió unas memorias que lamentablemente desaparecieron y su pista también se perdió. Unos creen que murió en las purgas de Stalin y otros que se fue a Sudamérica. La parte novelesca de la historia es que yo me lo llevo a Uruguay porque al norte del país hay un pueblo fundado hacia 1920 por rusos que huyeron de la Revolución: conserva aún sus tradiciones, la lengua rusa y hasta esas casas de madera pintadas que te hacen pensar que estás en Siberia y no en América.

-Estas páginas nos introducen en una corte que contempla atónita cómo Rasputín embarraba las alfombras imperiales con sus botazas mientras la zarina imploraba de rodillas su bendición. ¿Le fascinaba este personaje que, para muchos, fue el mayor responsable de la Revolución rusa?

-Era uno de los retos de la escritura. Rasputín es uno de los grandes villanos de la Historia. Junto con Hitler y Judas debe ser lo peor de lo peor, pero nunca mató a nadie y debe haber muchos otros villanos que merecían más ese título. De este personaje, como del resto, quería mostrar sus luces y sombras. No quise construir malos malísimos ni buenos buenísimos porque la vida no es así, ojalá fuera todo tan fácil pero las cosas son mucho más complejas. Rasputín era un personaje muy ruso, muy extremo en todo. Nunca estuvo apegado al dinero y regalaba todo el que le daban, pero también tenía partes horribles y la cuestión era no ocultar nada de ello. Un escritor debe ser honesto.

-Sobrecoge el tono en que narra el trágico final de los Romanov.

-La novela arranca con el relato del verdugo, Yakob Yurovski, que reconstruyo. Al ser un informe policial lo cuenta todo de un modo tan frío y burocrático que resulta mucho más atroz.

-¿Ve similitudes entre lo que está ocurriendo ahora en España y el clima emocional de su novela?

-Sufrimos las turbulencias propias del final de un ciclo, un momento en el que cambian los paradigmas. Hay algo en común también en los movimientos asamblearios como el 15-M, que se dieron en la Revolución Rusa y antes en la francesa. De hecho, los soviets eran asamblearios: más tarde se convirtieron en otra cosa pero comenzaron así. Pero estos movimientos, si al final no tienen un líder, se convierten en algo inoperante, que es lo que ha pasado con el 15-M: era un estallido de libertad y entusiasmo, de ganas de cambiar las cosas, pero fracasó justo por eso. Y la Revolución rusa, que no fracasó, conoció cosas grotescas como que los soviets de los soldados debían decidir si atacar o no por votación, un sistema que resultó desastroso en la Primera Guerra Mundial.

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