Cultura

Reducciones del pensamiento

En 1969, Witold Gombrowicz se sentía morir, y "el dolor -escribe en el prólogo de este libro Cristina Fernández-Cubas- le parece la única realidad del mundo". Víctima de prolongados ataques de asma, gravemente enfermo, el escritor polaco llegó a obsesionarse con la idea del suicidio. Para aliviarle la encadenación angustiosa de los días y distraerlo del sufrimiento, su mujer, Marie-Rita Labrosse, y un joven admirador, Dominique de Roux, hoy ensayista, novelista y divulgador de la obra del escritor polaco, le propusieron que les diera unas clases de filosofía.

Curso de filosofía en seis horas y cuarto, que reedita Tusquets dentro de su colección Marginales, reúne algunos bocetos realizados por el escritor y muchas de las notas tomadas por los dos alumnos, nunca revisadas por Gombrowicz, que moriría ese mismo año en la localidad francesa de Vence. Esto explica sin duda la condición esquemática de gran parte de los pasajes, las numerosas frases inconclusas, las bromas privadas desperdigadas aquí y allá, y sobre todo el descuido de la forma, comprensible aunque llamativo tratándose del autor de Ferdydurke, una novela que gira precisamente en torno a sus experimentos con las expectativas del lector y a ciertas acrobacias delirantes del idioma.

El volumen, una pequeña curiosidad con la que conocemos de primera mano la profunda fascinación de Gombrowicz por el pensamiento puro, arranca con una serie de nociones básicas sobre Kant ("el inicio del pensamiento moderno") y Descartes, un señor aterrado durante el resto de su vida -señala el polaco con algo de compasión- por su propia formulación de la duda absoluta. A partir de ellos, la "filosofía comienza a ocuparse de la conciencia como tema fundamental" y el pensamiento se enfrenta al primera de una importante serie de limitaciones impuestas sí mismo. Y así, los sistemas que intentan ordenar la realidad se suceden unos a otros dejando tras de sí una garantía de vértigo que se resume en forma de ecuación: si "el mundo existe para nosotros cada vez un poco más", como pretendía Hegel, nosotros estamos cada vez más cerca de ser nada.

Gombrowicz se interesa también por Kierkegaard, Husserl y Nietszche, al que agradece que demostrara que el pensamiento filosófico no se produce fuera de la vida, y le busca las cosquillas a Sartre. Schopenhauer, tan querido por Gombrowicz, es glosado con especial cariño, a pesar de que su filosofía "muestra que lo que llamamos felicidad o placer no es más que el apaciguamiento de un malestar", un malestar continuo y criminal.

El autor no ahorra humor, un humor ambiguo, entre irónico e inmodesto, ni pequeñas puñaladas a colegas como Genet. Concesiones a la diversión antes de exponer a sus alumnos las necesarias conclusiones. "La literatura que considera que puede arreglar el mundo es la cosa más idiota que imaginarse pueda", afirma, antes de poner con serenidad el dedo en una "llaga imposible de curar": "Nunca somos lo que queremos ser, pero queremos ser".

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