Cultura

Realismo de salvación

Drama, España, 2013, 94 min. Dirección: Fernando Franco. Guión: Fernando Franco, Enric Rufas. Fotografía: Santiago Racaj. Intérpretes: Marian Álvarez, Ramón Barea, Manolo Solo, Rosana Pastor, Andrés Gertrudix, Ramón Aguirre.

A veces tengo la sensación de que son las propias instituciones de la cultura (academias, festivales, pero también la prensa) las primeras en hacerle un flaco favor al cine español, ya se trate de su vertiente industrial, tan necesaria para el sostenimiento de la profesión y sus infraestructuras, como de esa otra, voluntaria o forzosa, que ha de moverse por los márgenes para su libertad o su reconocimiento artísticos.

Parece que hay tanta necesidad de espantar el eterno fantasma de la crisis (industrial, profesional, creativa), tanta avidez por alzar la voz de la autoestima, el rescate o el respeto por lo diferente, que en ocasiones se sobredimensionan los logros de ciertas cintas hasta el punto de lo contraproducente.

Algo de eso ocurre, a mi entender, con La herida, el primer y premiado largo del sevillano Fernando Franco, un filme pequeño que ha de acarrear ya, tras su paso por San Sebastián y tras el generoso despliegue de elogios (todos muy parecidos) de cierto sector de la crítica, con un peso que, por su naturaleza, tal vez no le corresponda.

Ni tan nuevo ni tan otro, el filme de Franco asienta claramente sus referencias en la estética realista del seguimiento exterior y en el prestigio del pesimismo existencial como horizonte de su retrato de una mujer trastornada en caída libre. En efecto, como en el cine directo de los Dardenne, Kerrigan, Pichler o Lygizos, pero también como en otras cintas españolas recientes como La línea recta o No tengas miedo, la cámara se pega al personaje para acompañarlo en su zozobra diaria, en su pelea consigo misma, en un entorno urbano e impersonal aunque sin asomo de trasfondo social.

Con fotografía cruda y granulosa (16mm), sin música, pero, eso sí, con actores profesionales, La herida no busca tanto comprender, juzgar o justificar como observar un comportamiento límite, y para ello nos arrastra al mundo físico de Ana, a su mirada inexplicable y a sus acciones autodestructivas.

El problema es que todo ello responde, en su modelo realista, a una fórmula conocida, lo cual no debería ser problema si la intensidad de las interpretaciones (razonable en la premiada Marian Álvarez, deficiente en el resto) o la credibilidad de las situaciones (la flácida relación con la madre, la boda del padre…) no hicieran pensar, como así ocurre, en un experimento de rigor formal que no termina de traspasar las fronteras de la ficción para quedarse en un lucido ejercicio de estilo. Y es ahí cuando nos parece que esta herida no termina de sangrar de verdad, cuando su apuesta por los límites del sufrimiento y el solipsismo se nos antoja menos radical de lo que su grito final desesperado y sus valedores quieren connotar para el presente de nuestro cine.

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