Cultura

Películas como hachas

  • 'Cine bizarro. Los clásicos del cinema bis' (Bookland Press) ofrece un atractivo recorrido por el cine popular producido en el mundo en los últimos sesenta años: una obra imprescindible

Originalmente, la distinción entre cine de serie A y cine de serie B fijaba una diferencia en términos económicos. Las producciones de serie A, respaldadas por inversiones millonarias, se elaboraban durante meses, años incluso, y contaban con un nutrido equipo de profesionales especializados (basta ver los kilométricos títulos de crédito finales en las superproducciones hollywoodienses de hoy, integrados por centenares de nombres, quizás miles). Las producciones de serie B, en cambio, debían contentarse con bajos presupuestos, planes de rodaje reducidos y equipos mínimos. Esta diferencia cuantitativa no tardó en adquirir una valencia cualitativa. El público, espoleado por la crítica más convencional, llevó a pensar erróneamente que las grandes producciones eran las legítimas depositarias de las grandes ideas, y las revistieron de una mayor "dignidad" que a muchos títulos le venía muy, muy grande. Es cierto que las pequeñas producciones debías resolver la papeleta a golpes de intuición antes que a través de una reflexión madurada a lo largo del tiempo, pero esto nunca les impidió convertirse a veces en pequeñas cajas de sorpresas.

A mediados de los años 50, el sistema industrial de los grandes estudios empezó a venirse abajo y una serie de pequeños productores tomaron el relevo de la serie B. Éstos aliñaban sus productos con guiños, referencias y préstamos, cuando no expolios de los títulos más famosos de la cartelera, los que se estrenaban en los mejores cines, los que siempre se veían en las ciudades más importantes. El destino de estos humildes productos eran, por supuesto, los cines de segunda fila, los cines de programa doble, los autocines o los ahora mitificados grindhouses (sitúense: la televisión aún era un electrodoméstico de lujo y la diversión principal de un sábado por la noche era ir a ver una película, la que fuera, al cine más cercano). Esta práctica recibió el título de exploitation, que conoció diversas y extravagantes variaciones, según recuerda José de Diego en su magnífico volumen Cine bizarro. Los clásicos del cinema bis (Bookland Press): "Si gira en torno al sexo y el reclamo erótico, toma el nombre de sexploitation. También está la blaxploitation (la modalidad protagonizada por actores de color), la bruceploitation (filmes de artes marciales con émulos-clones de Bruce Lee), la nunxploitation (con monjas), etcétera".

En Europa, a este tipo de cine de raigambre eminentemente popular, destinado a los cines de barrio y y los de pueblo, se le colocó la etiqueta de bizarro. Es decir, atrevido. Un cine que gustaba de ofrecer a la platea, siempre que podían, lo que le escamoteaban los grandes títulos, obligados a elegir cuidadosamente sus temáticas a fin de llegar a públicos lo más amplios posibles. Sirvámonos de nuevo de las palabras de José de Diego: "Es un cine que se atreve, que cruza límites, y no por costumbre, rara vez por un cálculo intelectual, simplemente por una necesidad que al final se convierte en virtud intrínseca. Porque la exploitation es o no es. Es feroz, incorrecta, cínica e imprevisible, aunque se mueva dentro de esquemas archiconocidos". Aquellas películas -dice José de Diego en otro momento- se regían por "la regla del hacha", no por la del florete, y eran efectivamente películas como hachas. Poco dadas a sutilezas, empero contundentes.

Pensemos en las películas nudistas de los años 50 y 60. Volvamos a situarnos: el código Hays prohibía terminantemente a exhibición de la anatomía humana en la pantalla; una disposición que los grandes estudios cumplían a rajatabla para evitar que sus producciones fueran boicoteadas por los preceptivos cancerberos de la moral. Pues bien, en 1954, un tal Walter Bino tuvo una genial ocurrencia: una película de presupuesto ínfimo, por no decir miserable, en torno a dos mujeres cuyo vehículo se avería en las inmediaciones de un campamento nudista; las mujeres entran a pedir ayuda y, en tanto el mecánico repara el coche, ellas descubren las bondades del nudismo. Así de sencillo. Walter Bino consiguió estrenar Garden of Eden en treinta y seis ciudades norteamericanas, pero en Nueva York la prohibieron y tacharon de obscena. El cineasta, inmune al desaliento, recurrió al Tribunal de Apelaciones y tres años después un juez falló a su favor. ¿El veredicto? Las desnudez no es indecente por sí misma. Este triunfo abrió las puertas a una avalancha de productos similares que recurrían a anécdotas aún más peregrinas para exhibir desnudeces. Ahora bien... sexo, lo que se dice sexo, nada de nada.

Curiosamente, y este detalle tendría que dar que pensar a más de uno, la prohibición de mostrar el acto sexual en pantalla, siquiera sugerido, llevó a aquella industria a apostar por la violencia: "En 1963, mostrar un pubis era motivo más que suficiente para sacar a las brigadas antidisturbios. Cuanto más un pene penetrando en una vagina", escribe De Diego. Ahora bien, se preguntaron: "¿Y un cuchillo? ¿O, mejor aún, un hacha?". A partir de esta premisa se descubrió en Estados Unidos un nuevo filón. Surgió así el roughie (películas eróticas con elevadas dosis de violencia, en general contra hermosas mujeres sacrificadas en el altar de Eros y Tánatos), el kinky (más sexo y más violencia) o el ghoulie (que a las consabidas dosis de sexo y sangre añadía un humor retorcido). La importancia de estas iniciativas, más allá del interés intrínseco de algún que otro título, está fuera de discusión: estas pequeñas producciones condenadas al ostracismo abrieron un camino que las producciones de serie A no tardaron en recorrer. Obras maestras del cine como Grupo salvaje (1968) o La naranja mecánica (1972) no habrían sido posibles sin ese trabajo de desbroce llevado a cabo por estas películas, hoy olvidadas.

La irrupción de los canales de televisión privados, primero, y de los formatos domésticos, a continuación, clavaron la puntilla a las pequeñas salas y aquel cine popular, tal como se concebía, acabó desapareciendo de la cartelera, si bien todavía se producen películas que responden a la lógica de la exploitation. Es un buen momento para hacer balance y José de Diego ha confeccionado un atractivo recorrido por sesenta años de la historia del cine, con amplia dedicación por el "cinema bis" realizado en Europa, infinitamente más imaginativo que el estadounidense, sobre todo el producido en Inglaterra y muy en especial en Italia, la única cinematografía que en aquellos años llegó a hacerle sombra al gigante hollywoodiense.

Lógicamente, la industria trasalpina goza de un trato de favor en las hermosas páginas de Cine bizarro. Los clásicos del cinema bis. En la introducción, José de Diego hace una declaración de intenciones: "En este libro habrá películas que el lector no haya visto nunca Y películas que querrá ver, o que no quiera ver en su vida. Lo que esperamos es que logremos encender o reavivar su pasión por esta clase de cine". A fe mía que lo consigue.

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