Cultura

MUERTE EN VIDA

  • La segunda novela de Edward Lewis Wallant, que publica el sello Asteroide, fue la primera en tratar el Holocausto en Estados Unidos

Pese al formidable impacto que provocaron las imágenes exhibidas en Nuremberg o los numerosos testimonios publicados por la prensa durante los años siguientes, el conocimiento de la magnitud del Holocausto fue un proceso progresivo que se vio lastrado por la renuencia de los supervivientes a hablar sobre lo que había ocurrido en los campos de la muerte. Aunque incompleta, la noticia de unos crímenes tan inconcebibles causó una profunda conmoción en la opinión pública internacional, pero la reconstrucción exacta de los protocolos aplicados por los nazis para la ejecución de la "solución final" tardó bastantes años en ser abordada de una manera sistemática. Todavía en los años setenta el gran autor de Shoah, Claude Lanzmann, se asombraba de que nadie hubiera recogido el testimonio de decenas de testigos a los que costaba convencer de que hicieran públicas sus dolorosas experiencias, que -como explicó Kenzaburo Oé a propósito del "síndrome de Hiroshima"- se sentían con frecuencia culpables por haber sobrevivido y respondían a la atrocidad con el silencio. Publicada el mismo año (1961) en que apareció el monumental ensayo de Raul Hilberg, La destrucción de los judíos europeos, del que se sirvió Hannah Arendt para su célebre análisis del proceso a Eichmann, esta novela de Edward Lewis Wallant fue la primera en abordar el tema en los Estados Unidos, país al que habían emigrado muchos de los supervivientes que no se instalaron en Israel.

Según cuenta Eduardo Jordá en el excelente prólogo a su traducción de El prestamista, donde aporta noticias muy precisas sobre el autor y la novela, pero también sobre los escenarios en que transcurre o sobre los valores generales de la narrativa de Wallant, este se basó en los datos que le había transmitido su amigo Morris Wyszogrod, un judío polaco que fue internado en el gueto de Varsovia, pasó por distintos campos y logró establecerse en América tras la liberación, después de haber perdido a toda su familia. Fue él quien le contó a Wallant los horrores del sistema concentracionario nazi y de algún modo le sirvió para modelar la figura de Sol Nazerman, el superviviente que ha extirpado cualquier sentimiento -un "mutilado emocional", lo llama Jordá- para montar una tienda de empeños en el East Harlem de la posguerra. El recuerdo de los campos de exterminio comparece en forma de terribles escenas que atormentan los sueños del protagonista y es visible, para quienes como la voluntariosa señorita Birchfield saben lo que ello significa, en los dígitos azules de su brazo tatuado, pero se aprecia asimismo en las traumáticas consecuencias que ha dejado tanto en Nazerman como en otros personajes de la novela: Tessie, la viuda de su amigo Rubin, que fue cruelmente torturado en una valla electrificada; el padre de aquella, Mendel, un anciano enloquecido cuyos achaques, a juicio del médico que lo reconoce, remiten a un cuerpo que hubiera vivido mil años; o el farsante Goberman, que ya trapicheaba en Bergen-Belsen y ha hecho de la impostura su modo de vida, convertido en un "profesional del sufrimiento" que se lucra con su agresiva cuestación en favor de los judíos perseguidos.

Ahora bien, aunque pionera en el tratamiento literario de una materia tan delicada, El prestamista no es sólo una novela sobre el Holocausto. El otro centro de la trama, no menor, aporta la figura de Jesús Ortiz -el joven portorriqueño que intenta aprender el oficio de su mentor Nazerman- y se refiere a la desolada humanidad que habitaba por esos años el llamado Spanish Harlem, marcado por la marginalidad y la pobreza. Salvo cuando nos muestra la extraña convivencia del prestamista con la familia de su hermana, a la que desprecia y mantiene, Wallant focaliza su mirada en la miserable colección de tipos humanos que desfila por la tienda de empeños, donde se acumulan las baratijas y las vidas rotas. Nazerman se muestra inflexible en el regateo y desdeñoso de los dramas ajenos, acorazado en un dolor que excluye cualquier forma de compasión y no admite lenitivos. Ha conocido el infierno, desconfía de todo el mundo y no siente más que asco frente a los menesterosos. En la tienda se respira una atmósfera viciada que convoca, junto a los desahuciados, a los personajes habituales de los bajos fondos, chulos, pervertidos, prostitutas, pequeños delincuentes o policías corruptos. El único deseo de Nazerman es preservar su intimidad, por eso rehúye tanto los ambiguos requerimientos de formación por parte de su pupilo Ortiz -de quien recibirá una lección insospechada- como la generosa amistad con la señorita Birchfield, que ha intuido el drama que se oculta tras su impasibilidad y desea entablar con él una relación imposible.

Hay en El prestamista un fondo coral que también aparece en Los inquilinos de Moonbloom, la otra novela de Wallant -tercera de las suyas, ya póstuma- que ha publicado Asteroide. Hay, como también señala Jordá, una historia de sacrificio y expiación. Pero la fuerza, a veces excesivamente melodramática, y el mayor acierto de la obra recaen sin duda en el personaje de Sol Nazerman, que queda grabado a fuego en la memoria. Episodios como el transporte de su familia en los vagones de ganado -que forma parte de sus pesadillas recurrentes- o las desapasionadas y tristísimas relaciones sexuales que mantiene con la viuda de Rubin, son descritos de una manera sórdida que bordea la truculencia, pero por eso mismo resultan absolutamente verosímiles, como la propia amargura de un hombre destruido, enterrado en vida, que escapó de la muerte y en el fondo ansía reencontrarse con ella.

Edward Lewis Wallant. Trad. Eduardo Jordá. Asteroide. Barcelona, 2013. 362 páginas. 21,95 euros

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