Cultura

Diálogos generacionales sobre las tablas de La Lechera

Sergi Faustino, que nos visitó en el ciclo Escena Abierta de La Lechera la semana pasada, está creando escuela. Sonia Gómez, que ha cerrado la propuesta en este puente decembrino, trabajó con él en La verdadera historia de Mª. Engracia Morales y en la primera parte del díptico que ha presentado en la sala gaditana demuestra haber aprendido sus lecciones.

Y algo debe de pasar para que ambos artistas se traigan a sus madres puestas en los espectáculos. En el F.R.A.N.Z.P.E.T.E.R. de Faustino la figura materna estaba más diluida al ser la soprano que cantaba los lieds de Schubert, pero en Mi madre y yo, ella es el centro de todo. Sonia Gómez mezcla profesionalidad y amaterurismo, ya que su propia progenitora actúa con ella en escena. Como pasaba en la obra de Faustino, esta unión descoloca al espectador, pues no está preparado para ver la desarmante naturalidad de un no profesional en escena. El cine nos ha acostumbrado más a ella, pero en el teatro no es tan frecuente. Pero Gómez explota esto en un espectáculo que tiene mucho de confesionalidad. En realidad, la intérprete monta un homenaje a su madre haciéndola hablar y recuperando la dura vida de una generación de españoles. Doña Rosa es hija de la emigración, hace dulces tradicionales y afortunadamente, no parece disgustada porque le haya salido una hija artista.

Es en esta proximidad, insólita en la escena, donde la obra cobra su mayor interés, así como en el uso de las músicas y de los bailes para expresar las diferencias que después de todo existen entre las dos generaciones. Pero es una pieza demasiado corta para explorar a fondo todas sus posibilidades, aparte de que algunos fragmentos, como el del vídeo de la gallina, parece puesto para provocar, aunque no deja de ser una cara inquietante de la protagonista. Tal vez todo ello se deba a que hay una continuación de Mi madre y yo, llamada Las Vicente matan a los hombres, que se pudo ver anoche en La Lechera, y que puede rematar esta propuesta.

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