Cultura

Brillo en el segundo plano

  • He aquí diez discos para (re)descubrir la extraordinaria música firmada por grandes artistas ya desaparecidos

Valdrían como agradecidos acompañantes en un viaje solitario a una lejana isla tropical, pero también como epicentro sonoro de una reunión de amigos unidos por el descanso estival. En realidad, constituyen un itinerario tan válido como cualquier otro para (re)descubrir, en cualquier momento y lugar, al jazz del segundo plano: aquel que tuvo que manifestarse a la sombra de los genios y gigantes que accedieron al escaparate mediático del género, aunque aportando una dosis de creatividad y compromiso que ha mantenido su vigencia y frescura a lo largo del tiempo. Postergados por el canon oficialista y escrutados por músicos y especialistas, los autores de estas diez obras -todos ya desaparecidos, muchos de ellos prematuramente- simbolizan y representan a la galería de ilustres secundarios de una música que no habría sabido existir sin ellos.

, de Óscar Alemán (1998). Admirado por Duke Ellington o Louis Armstrong, la relación del argentino Óscar Alemán (1909-80) con la guitarra fue, en principio, una pura cuestión de supervivencia. Huérfano desde los 11 años, el legendario Pixinguinha le descubrió el jazz para que eclosionara en París de la mano del music hall de Josephine Baker y de sus propios grupos. La invasión alemana motivó un retorno a su natal Argentina que coincidió con su madurez gracias a una exquisita unión de swing, rumba, tango, milonga, son cubano o chachachá. Este doble disco exhibe sus virtuosa técnica e inventivos arreglos a modo de evidencia de una identidad que supera con creces el influjo del gran Charlie Christian o de su amigo y rival Django Reinhardt.

, de Dick Twardzik Trio (1954/2004). Procedente de la escena be-bop de Boston, el pianista Richard Twardzik (1931-1955) fue señalado desde joven como un prodigio de su instrumento. Debutó profesionalmente a los 14 años, curtiéndose luego al lado de Lionel Hampton, Charlie Parker y Chet Baker, con quien colaboró en sus célebres grabaciones parisinas de 1955. Su ágil estilo -influido por Bud Powell y Tadd Dameron, pero también por compositores académicos como Béla Bartók o Arnold Schönberg- y su veta compositora se expresan en estas sesiones a trío de 1954, en las que se desliga de la ortodoxia bopper acompañado por el contrabajista Carson Smith y la batería de Peter Littman. Una sobredosis de heroína en un hotel de París truncó tan brillante porvenir sólo un año después.

, de Sabú (1957). Trenzando los palos de la veta afrocubana con la vocación improvisadora tomada de su experiencia en los grupos de Art Blakey o Dizzy Gillespie -quien le dio su apodo y en cuya orquesta sustituyó a Chano Pozo-, el congero Louis Sabú Martínez (1930-1979) proyectó una concisa trayectoria en la que este Palo Congo destaca como una de sus piezas clave. Rodeado de percusionistas y circunscribiendo la presencia de instrumentos melódicos a bajo y voces, Sabú firmó un condensado manifiesto en el que el envite latino impuso sus leyes. Polirritmia percusiva, coros de llamada-respuesta y el tres de Arsenio Rodríguez dando cuerda a la improvisación en Rhapsodia del Maravilloso se suceden en un jugoso disco de irresistible sabor africano y etiqueta jazzística.

, de Booker Little (1961). No pudo tener mejor escuela: los grupos de Max Roach, Eric Dolphy y John Coltrane abrieron las puertas a aquel joven trompetista de mirada dulce y lírica sonoridad cuya música reclamaba a gritos un espacio propio de expresión. Aplicando un renovado contenido a los logros del gran Clifford Brown, Booker Little (1938-1961) no dispuso de mucho tiempo para concretar su inspirado prisma musical aunque este soberbio álbum plasma como ningún otro su espíritu, ligado a las formas libres del jazz de comienzos de los 60 y enmarcado en un deslumbrante juego de arreglos y solistas en el que brillan los citados Dolphy y Roach así como el trombón de Julian Priester o el piano de Don Friedman. Portentoso.

, de Sathima Bea Benjamin (1963/ 1996). Descubierta por el mismísimo Duke Ellington junto a su marido, el pianista Dollar Brand (luego, Abdullah Ibrahim), este disco de Sathima Bea Benjamin (1936-2013) grabado en los parisinos Barclay Studios tardó décadas en ver la luz por ser considerado "poco comercial" por Frank Sinatra, propietario entonces de Reprise Records, sello para el que se grabó. Cantante de voz recóndita y dúctil, la sudafricana que consideraba el jazz como "la más liberadora de las músicas" estuvo acompañada por el propio Duke, su lugarteniente Billy Strayhorn y su marido (luchadores contra el apartheid y militantes del Congreso Nacional Africano), en lo que supone una hermosa colección de standards recreados con sutileza y sin renunciar a su fuente africana.

, de Krzysztof Komeda (1965). Patriarca de la fecunda cantera del jazz polaco, Krzysztof Komeda (1931-1969) se consagró como activista ligado al teatro, la poesía, el cine y la música antes de darse a conocer gracias a sus bandas sonoras para las películas de su compatriota Roman Polanski en un Hollywood donde terminó encontrando la muerte. Colaboradores del peso de Zbigniew Namylowkski o el recientemente fallecido Tomasz Stanko contribuyeron a que sus discos fueran perseguidos como piezas de culto durante años por los coleccionistas occidentales. Trabajos primordiales en la construcción de los modelos del jazz europeo, Astimagtic (1965) marca su techo de la mano de una magistral síntesis que cohesionaba con clarividencia raíces e influencias.

, de Emily Remler (1983). Su precoz desaparición privó al jazz de una lúcida interprete y compositora, a quien el también guitarrista Herb Ellis presentó como "la nueva superestrella de la guitarra de jazz" en el Concord Jazz Festival de 1978. En realidad, Remler (1957-1990) no llegó a eclosionar nunca mediáticamente, aunque sus seis álbumes para el sello Concord pusieron de manifiesto su capacidad para oxigenar los logros de maestros del peso de su admirado Wes Montgomery, sin olvidar las aportaciones de coétaneos como Pat Metheny. Propietaria de un estilo sereno y poderoso, enraizado en el hard-bop, la guitarrista de Nueva York estuvo acompañada en este excelente álbum por colegas como el contrabajista Eddie Gomez o el batería Bon Moses.

, de Thomas Chapin (1999). En el caso de Thomas Chapin (1957-1998) fue la leucemia la culpable de la desaparición de uno de los improvisadores más consistentes de la vanguardia neoyorquina de los años 80 y 90. Su trío junto al contrabajista Mario Pavone y los baterías Steve Johns y, posteriormente, Michael Sarin se convirtió en un idóneo vehículo de expresión de un modelo inteligente y vigoroso, no exento además de humor. Sus saxos y flauta lideraron una deslumbrante colección de discos en estudio y directo, dominada por aquel, en sus propias palabras, "mágico triángulo" y agrupados en la caja de ocho CD Alive. Este Night Bird Song (1993) ejemplifica como muchos otros el rango de su propuesta.

, de The David S. Ware Quartets (2005). Pese a ser admirado por colegas y críticos, la figura del saxofonista David S. Ware (1949-2012) no gozó de mucha proyección más allá de los círculos especializados. Su carrera discográfica en la potente Columbia apenas duró y su discurso explorador, deudor de gigantes como John Coltrane o Albert Ayler, tuvo que retornar a sellos amigos que le permitieron crecer sin restricciones. Este colosal triple álbum, grabado en directo en Europa entre 1998 y 2003, contó con la participación de, entre otros, sus fieles Matthew Shipp (piano) y el gran William Parker (contrabajo), y define su pulso fogoso y preciso, espiritual en su noción y consciente de su legado merced a revisiones como la de Freedom Suite de Sonny Rollins.

, de Bernardo Sassetti (2006). Las formas líricas y moduladas de su piano llamaron la atención del trompetista británico Guy Barker, con quien grabaría tres álbumes. Pero fue su breve trayectoria en solitario en el sello Clean Freed la que arrojó una concluyente luz sobre el elegante pianismo y el poderío compositor del lisboeta Bernardo Sassetti (1970-2012), gracias a una serie de discos que evidenciaron su versatilidad alternando la dimensión íntima con la orquestal o la cinematográfica. El portugués construyó en este trabajo una envolvente experiencia, enemiga de compartimentos estancos, dominada por sus magníficas composiciones y arreglos y respaldada por una nómina de colegas enaltecida con la presencia del formidable saxofonista valenciano Perico Sambeat.

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