Cultura

Una Bausch sombría y antológica

Pina Bausch volvió el miércoles a Barcelona y lo hizo con dos de sus primeros y más emblemáticos trabajos: Café Müller y La consagración de la primavera de Stravinski. Dos piezas densas y sombrías de una creadora en la que el humor, tierno y cínico a partes iguales, constituye hoy uno de los rasgos que mejor la definen.

El mítico y oprimente café fue una propuesta de 1978 del fallecido escenógrafo Rolf Borzik. En él seis personajes, de la forma más sencilla y más siencera, van a mostrar las dificultades -si no la imposibilidad- que tiene el hombre y la mujer actual para comunicar su propio mundo y profundizar en la relación con el otro. Una pieza esquemática que se sitúa en los comienzos del -ya anticuadamente- llamado teatro danza y de la que han bebido centerares de artistas, además de ser la única, en toda la historia del Tanztheater de Wuppertal, en la que su creadora aparece en escena con su figura sobrecogedora.

Viva y desoladora como hace treinta años, la hermosa pieza ofreció a los aficionados una visión a la que se sumaba lo acontecido en el camino desde entonces y que, en muchos casos, nos ha llegado como consecuencia de ella. También fue curioso observar cómo despertó en el público de abono del Teatro del Liceu que llenaba la sala, la misma incomprensión que en los años setenta. Una especie de enfado frente a lo que no responde a los cánones clásicos de la danza -por otra parte, ya fosilizada, aunque siempre hermosa- que expresaron con numerosos silbidos y algunos abandonos.

En la segunda parte se presentó La consagración de la primavera, coreografiaa en 1975 por Pina Bausch. Sin duda uno de los grandes hitos de la danza del siglo XX. En primer lugar, porque en ella la creadora se sumerge sin red en la osada partitura que Stravinstki, a instancias de Diaghilev (de Les Ballets Russes) le dedicara al sangriento rito de la Rusia pagana. Una partitura cuyo primitivismo, cuya heterodoxia rítmica exigía un movimiento que la danza clásica no podía ya satisfacer. Nijinski intentó un nuevo lenguaje en el estreno parisino de la pieza, en 1913, y la bronca fue descomunal. Dicen que la pelea entre partidarios y detractores hizo volar las butacas por el aire. En cuanto a la danza, estaba claro que incluso los grandes genios no estaban preparados para dar el salto y Nijinski lo único que pudo hacer fue crear lo que se ha llamado danza neoclásica. Más tarde lo han intentado casi un centenar de creadores pero casi todos se han fugado siempre a territorios colaterales, como Béjart, autor de una hermosa celebración de la pulsión sexual. Sólo Pina Bausch, dos años después de fundar su compañía, afronta toda la violencia que subyace en la partitura, la crueldad de algunas tradiciones, el terror de las jóvenes que tiemblan y se cierran en círculos ciegos frente a unos machos destinados desde siempre a decidir, a elegir, incluso sobre la vida y la muerte de la mujer.

Pero además de su increíble belleza coreográfica, su dramaturgia esencial y su interpretación más que sobresaliente, La consagración supuso en la trayectoria de Pina Bausch el comienzo de una transformación en la que la danza -con cuerpos cada vez más orgánicos y menos figurales- está llamada a desaparecer. Para dejar paso a un mundo más real, Pina comienza por ponerle obstáculos -aquí con una tierra rojinegra y húmeda que crea vahos de tragedia en el escenario- hasta que acaba por sacrificarla. Desde ese momento, la danza, en su acepción clásica, será para ella algo del pasado, de la memoria de sus personajes. Una terrible añoranza que aflora sólo de cuando en cuando. Por eso el espectador del siglo XXI, el que ya lo sabe, la contempla en la oscuridad inundado por una dolorosa nostalgia, consciente de estar asistiendo a un rito, a una explosión de belleza que no se volverá a repetir pues, apenas media hora más tarde, ya sólo vivirá en el recuerdo.

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