Cultura

Autopsia con forma de melodrama

Comedia dramática, EEUU, 2009, 98 min. Dirección y guión: Todd Solondz. Intérpretes: Shirley Henderson, Michael K. Williams, Roslyn Ruff, Allison Janney, Michael Lerner, Dylan Riley Snyder, Charlotte Rampling.

Por qué el intelectualismo a la europea se aclimata tan mal en el teatro y el cine norteamericanos (no así en la novela) es un enigma. No es sólo cuestión de mercado, porque algunas de estas obras tienen éxito. Tampoco es una cuestión de límites culturales -ya saben: la caricatura de los yanquis como tontorrones niños grandes dotados para el espectáculo pero no para la cultura-, como bien demuestran Saul Bellow, Joseph Roth o John Cheever, extraordinarios arqueólogos del alma humana sepultada bajo las ruinas del sueño americano. Se debe de tratar más bien de algo relacionado con un complejo frente a los maestros europeos del cine en los que se entrecruzan la investigación formal y la indagación intelectual -los Bresson, Resnais, Godard, Bergman o Antonioni- que genera una impostura, una pose forzada y una insinceridad que convierten sus imitaciones americanas en parodia. Parece como si de Griffith a Gray, pasando por Ford, Hawks, Allen o Coppola, lo suyo fuera la pura creatividad no mediada por apriorismos intelectuales ni indagaciones formales. Los propios Allen (Interiores, Stardust Memories) o Coppola (Tetro), aún siendo tan grandes cuando pisan sus propios terrenos, se han estrellado cuando han querido ser, en este sentido intelectualizado, europeos.

Este es el caso del voluntarioso Todd Solondz, un hijo del festival independiente Sundance tan empeñado en explorar las entrañas enfermas de la sociedad americana, pero tan poco dotado para hacerlo, que lo suyo es más una autopsia que una operación quirúrgica; tan empeñado en deconstruir, reconstruir, decodificar, reinventar -o como quiera decírsele- las reglas de la narrativa cinematográfica, pero tan poco dotado para ello, que los resultados suelen ser tan ambiciosos en deseos como mediocres en resultados. Excesivamente valorado en mi opinión por la crítica adicta a lo contrahecho, Solondz acierta moderadamente cuando pulsa los registros del humor negro y la caricatura ácida (Wellcome to the Dollhouse, Hapiness) trazando el áspero retrato de una cierta América friqui, marginal o abiertamente degenerada y delictiva al hiriente estilo con el que un George Grosz fustigó la sociedad alemana de entreguerras (aunque con menos fuerza, invención y sinceridad). Y falla cuando se adentra con intención más seria en la espesura de los sentimientos humanos. Porque carece de sentido de la compasión y de capacidad para captar los infinitos matices de la realidad. Lo suyo es el brochazo grueso; y el drama psicológico, intimista y familiar requiere la precisión de un pincel extremadamente fino.

Tal vez por el mal resultado de sus dos últimas películas, Storytelling y Palindromes, La vida en tiempos de guerra pretende ser un regreso en forma de prolongación o reescritura de su mayor éxito, la tremebunda Hapiness (en la que no era tan fácil deslindar la caricatura de la exaltación de los horrores, degradaciones y delitos que exploraba) en clave dramática y hasta melodramática. Algún momento de algo parecido a la emoción logra, especialmente en lo que se refiere a la morbosa relación entre el padre excarcelado y su hijo, pero son pocos para la artillería dramática de llantos, tensas interpretaciones, caras desencajadas, situaciones extremas e historias abismales con las que satura su película.

Profesionalizarse en la trasgresión -del estilo, de los temas- requiere un talento excepcional y un fondo humano para no incurrir en los clichés insinceros que barajan frívolamente lo tremebundo para su exhibición en festivales y satisfacción de una limitada parroquia de incondicionales preciosos ridículos. Entra en la lógica de las cosas encontrarse en esta película con Charlotte Rampling, musa de algunas de los más aclamados bodrios con ínfulas trasgresoras de la historia del cine, desde La caída de los dioses del que junto a Muerte en Venecia es el peor Visconti hasta Max, mon amour de Oshima, pasando por la impagable Portero de noche de la Cavani. Genio y figura.

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