Cultura

Arte de la fabulación

  • Anagrama publica la última novela de Paul Auster,

Hay una novela de Simenon, El loco de Bergerac, donde el comisario Maigret resuelve varios crímenes sin levantarse de la cama de un hotel, con la única ayuda de su mujer y una formidable pericia para agitar y desquiciar a los tranquilos burgueses de provincias. Otro tanto ocurre con Los crímenes de la calle Morgue, cuando Auguste Dupin, el célebre detective creado por Allan Poe, dice resolver los misterios desde su casa, gracias a una lectura atenta de los periódicos. ¿Qué ocurre con Un hombre en la oscuridad, este Man in the Dark fabulado por el extraordinario y errático Paul Auster? Ocurre que hay un anciano insomne; y que ese anciano insomne es un tullido; y que en esas horas sin sueño, mientras nace dolorosamente el alba, nuestro héroe se dedica a imaginar historias apocalípticas con un único fin: no pensar en su vida.

Recordemos la frase del Nobel Cela: "La memoria, esa fuente de dolor". Y aún otra más de Álvaro Cunqueiro: "El hombre necesita, como quien bebe agua, beber sueños". La obra del norteamericano Auster parece gravitar sobre estas dos magnitudes, que acucian desde antiguo al ser humano. Una, la necesidad de evadirse, es la que impulsa y construye El país de las últimas cosas. Otra, el deseo de olvidar, es quien articula las páginas de El libro de las ilusiones. Ambas confluyen en Un hombre en la oscuridad; siendo lo cierto que el futuro sombrío que se postula (un futuro con mundos paralelos y antiguos amores que regresan), es mucho menos interesante que la verdad oculta, el dolor desnudo, que ocupa las noches del protagonista. Probablemente, gran parte de la fascinación que ejerce la obra de Auster se deba a esta vinculación deliberada, a este consciente ejercicio de prestidigitación y memoria. En Auster está, por un lado, el imperio del azar, el poderoso engaño de la magia, más el cine como bálsamo obsesivo que anula el mundo circundante. De otra parte, nos hallaremos con la inhóspita realidad, con las biografías atormentadas de sus personajes. Lo extraordinario, sin embargo, es que la fantasía no ejerce aquí de lenitivo; en Auster, las ensoñaciones son metáfora de cuanto hay de aflictivo, de estremecedor, en la memoria de los hombres. Al cabo, ninguna de esas historias inventadas servirá para paliar la secreta desesperanza, los antiguos agravios, que la vida infligió con mano firme.

Sea como fuere, en Un hombre en la oscuridad se insinúa un origen traumático para la ensoñación y la fábula. Si la risa, según Freud, nace del estupor, de lo indecible, de la amargura, la capacidad narrativa del ser humano, su propensión al mito, viene de este ocultar la aspereza del mundo con la capa del ilusionista. De la lectura de Auster, a pesar de sus finales esperanzados, no se deriva otra cosa que este violento escorzo de la imaginación para orillar el precipicio infausto de los días. En cualquier caso, no hay ninguna novedad en estas ideas; pero sí en el modo de hilvanar lo fantasioso y lo real que se da en Auster, así como la infrecuente capacidad de este escritor para auscultar y transmitir las pequeñas pesadumbres, la viva desolación, que a veces nos abruma. Así, lo más valioso que encontramos en Un hombre en la oscuridad, no son tanto las extravagantes imaginaciones de un viejo insomne (imaginaciones inverosímiles y anodinas, tan frecuentes en Auster), sino ese sordo temblor de lo humano, despojado ya del artificio, en el que asoma el difícil arte de este escritor: dar la encarnadura de un hombre, la dilatada extensión de su orfandad, sin incurrir en la conmiseración, la truculencia y el pietismo. Si a esto se le llama literatura fantástica, lo es en el sentido inverso de la magia. Se trataría de adensar la realidad; nunca de obviarla.

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