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Ziggy en Madrid

  • Es imposible entender la movida madrileña de los 80 sin Bowie, sus arañas y Haro Ibars.

Es imposible entender la transformación de este país en los 80 sin acudir al mito de la movida madrileña. Vale, que fue un timo, que la leyenda adornó lo que no pasó de ser una industria del feísmo (joder, eran los 80, todo era feo), que toda la música que nos ofreció era un asco y nadie sabía tocar un pimiento, que los artistas plásticos estaban embellotados, que el Almodóvar inicial es hoy sonrojante... Se puede discutir lo que se quiera, pero hubo algo que puso mariposeo, ácidas noches, centellas y colores -y botellones, y Malasaña, y La chica de ayer y toda la pesca y luego, con el tiempo, Cuéntame y la reescritura de nuestra historia...: todos estamos de acuerdo-. Nada de esto había ocurrido antes en ese Madrid de gabardinas que describía Gil de Biedma.

Si de lo que se trata es de buscar los orígenes de por qué pasó lo que pasó lo tenemos fácil pensando en la réplica de la new wave sazonada con un poquito de punk londinense y unos cuantos mods que tampoco eran tan distintos a los punk, pero llevaban corbatitas estrechas y pantalones pesqueros. Pero el origen no fue ése. En 1974, Eduardo Haro Ibars, el más yonqui de los yonquis, poeta brillante en sus escasas lucideces, hijo del periodista inclasificable rojo y no rojo Eduardo Haro Tecglen, logró publicar Gay Rock, un libro fuera de lugar en ese tiempo del agonizante dictador. Tuvo que ser gracias a un asturiano, un colega en el límite, Mariano Antolín Rato. Poco se habla de ello, pero ese librito que pasó desapercibido estalló unos pocos años después y Haro Ibars entregaba a un montón de adolescentes un fenómeno desconocido por aquí que se llamaba glam-rock.

En el gris Madrid los niños ricos se zambulleron en ese libro para producir una mezcla explosiva. En Gay Rock, el provocador hijo del ilustre periodista utilizaba como hilo conductor un alumbramiento, el de ese ser llegado de otra galaxia llamado Ziggy Stardust, acompañado de sus arañas invasoras. Haro Ibars y, por simpatía, Bowie, se convirtieron en el ejemplo a seguir por una chica pizpireta y desconcertada llamada Olvido, Olvido Gara, luego Alaska por una canción de Lou Reed, tan glam como Bowie, y sus amigos, que uno era Carlos Berlanga, otro El Zurdo y el otro Eduardo Benavente, y la otra Ana Curra. Y fueron Kaka de Luxe, y fueron Paraíso, y fueron Parálisis Permanente. Ellos y sus amigos, luego Gabinete Caligari o Los Pistones, los que paseaban por el Rastro en la primera escena de Laberinto de Pasiones, veneraban a ese tipo que hoy es una celebridad muerta, pero que entonces en España era nada, el que todo lo iba a cambiar, como el Faulkner de Amanece que no es poco.

La movida madrileña es hija de Bowie y de su mejor álbum, de su mejor espectáculo multicolor. Quizá no nos debamos sentir orgullosos de ello si escuchamos ahora aquellos discos encantadores. O sí. Bowie fue la inspiración y sus maravillosas melodías, su The Man Who Sold the World, su Life on Mars?, su Ziggy en ascenso y caída. Haro Ibars cayó con él y España alumbró una mariposa.

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