Cultura

Cien años de 'El amor brujo'

  • Falla creó mundos nuevos y apasionados en la música española basados en ritmos autóctonos. La versión para Pastora Imperio, estrenada el 15 de abril de 1915, fue revisada hasta convertirla en un gran ballet y una conmovedora página sinfónica.

Aunque este año celebramos de una forma general el centenario de El amor brujo, de Manuel de Falla, deberíamos concretar que nos referimos al estreno de la gitanería para Pastora Imperio que tuvo lugar en el Teatro Lara (La bombonera) de Madrid, con escaso éxito, por cierto, el 15 de abril de 1915. Utilizando el material que había preparado entre 1914 y 1915, sobre texto de María Lejárraga y escenografía de Martínez Sierra, Falla, que tan escrupuloso era para su obra, la revisó muy pronto, pensando en versiones más ambiciosas. Un gran ballet, por ejemplo, aparte de otras adaptaciones, entre ellas, primero para piano y otros instrumentos, y después para gran orquesta, con tres canciones cortas para mezzosoprano. Ese gran ballet no vio la luz hasta su estreno en París, en el Trianon Lyrique, el 22 de mayo de 1926, interpretado por Antonia Mercé La Argentinita (Candelas), Vicente Escudero (Carmelo) y Georges Wague (Espectro), con la orquesta titular del teatro, dirigida por el propio Falla. A partir de esa fecha y de su triunfo en París -como es habitual en la historia de nuestros creadores y, concretamente de Manuel de Falla, que tuvo que estrenar en Francia otra de sus obras más celebradas, La vida breve- ha sido referencia obligada en todos los conjuntos y figuras del ballet españoles: Antonio, Mariemma, Gades...

Igualmente la versión orquestal, donde quizá pueda concentrarse con más fuerza y emoción la belleza, intensidad, lirismo y profundidad de la música de Falla, ha dado la vuelta al mundo, con las mejores orquestas y directores. Me he referido en numerosas ocasiones a la memorable interpretación que puede encontrarse grabada, protagonizada por Ernest Ansermet, al frente de la Suisse Romande. Ese final de Campanas al amanecer jamás lo he oído con más emoción y sentimiento que en esa mencionada versión de Ansermet.

Falla compone la partitura al regresar a Madrid, tras los siete años vitales transcurridos en París. Ya en España, con el bagaje ya asimilado de los consejos y las innovaciones musicales experimentadas en la capital francesa, crea tres obras características de una época importante para él y para la música española: El amor brujo, Noches en los jardines de España y El sombrero de tres picos. En la primera obra que comentamos es verdad que está presente y vivo lo más profundo de un espíritu que podríamos llamar andaluz, pero que no puede confundirse con la gitanería, entre otras cosas porque Falla huye del costumbrismo fácil, no copia el folclore en sí mismo, sino en su esencia, como, al fin y al cabo, hicieron otros compositores como Bartok o hasta el propio Stravinski con sus respectivas raíces autóctonas húngara y rusa. Pero al contrario del último, que renunciaba a la expresión significada de la música, Falla encuentra razón de ser en los sentimientos profundos y populares, el cante jondo, las reminiscencias bizantinas y el propio espíritu humano del paisaje, que tan bien cantarían Juan Ramón Jiménez o Antonio Machado.

Paisaje que encuentra su razón como protagonista en las Noches en los jardines de España, de esta época, en la que aparece el Generalife granadino, como lo hace en El amor brujo el Nocturno de Cádiz, que Falla ideó primero como cuarto movimiento de las Noches. En su versión definitiva del ballet, el autor cree más adecuado situar la acción en las cuevas del Sacromonte de la ciudad nazarí, con ese contraste entre el comienzo marinero de su bahía y el agreste sentido más realista de una cueva "inmaculadamnte blanca".

Falla sentía admiración por el cante jondo como expresión pura, pero también por su gran riqueza tonal, por la inflexión de la voz y el carácter dramático de su ejecución. Consideraba también que era la mejor manera de expresar los sentimientos de un pueblo, algo vivo por medio del cual se busca al verdadero duende que tan bien cantara Federico García Lorca en sus exaltaciones gitanas del Romancero-, o para sublimar la tragedia de la propia existencia, de la vida, el amor y la muerte. Ningún pueblo -acaso también el ruso- tiene una raíz tan fatalista y sincera como el primitivo andaluz. Se canta a una muerte que se resiente, que se oye llegar entre las rendijas de la noche y cuando hiende su garra se grita, dentro de un verdadero rito religioso que está en tantos momentos fallescos. Pero Falla rehúye todos los tópicos porque sabe que la verdad va más lejos que esas mediocres gitanerías, exentas de todo sentido dramático. Por eso en algún momento prefirió retirar El amor brujo como obra escénica: intuía que como espectáculo perdería su profunda emoción de rito popular, milenario y casi perdido.

El misterio de la partitura -todo el mundo conoce el argumento de los amores de Candelas y Carmelo, atormentados por el Espectro de un antiguo amante de la gitana-, reflejados, por ejemplo, en La danza del terror y el Círculo mágico, posee una aguda sensibilidad para albergar el temor, la superstición, la pesadilla, en un clima genial para reflejar esos estados psicológicos que Stravinski, como recordaba, cree imposibilitada la música para expresarlos. Mientras tanto, en La danza ritual del fuego está la salvaje desesperación de esos ritos primitivos que también recoge el autor de La consagración de la Primavera, o en los trágicos solsticios de invierno de las Ménades griegas. En contraste con todo este mundo alucinado aparece la Canción del fuego fatuo, lánguida y misteriosa, como una afilada maldición. Al final, una canción -¡Ya está despuntando el día / /cantad, campanas, cantad / que vuelve la gloria mía!- y un amanecer sugerente en los acordes de la orquesta, mientras los amantes, cogidos de la mano, salen de la cueva blanca.Vuelve la vida, la ciudad surge al fondo y suenan campanas celebrando el triunfo del amor.

A propósito de este último momento, en su ensayo Falla, obra completa comentada, escribió Justo Romero: "La vida parece querer inundarlo todo en ese despertar mágico y emocionante; tenso y sereno a un tiempo. Tras los misterios, intrigas, conjuros y espectros, la música irrumpe con una pureza y claridad que arrasa todo oscurantismo. Un instante, unos simples acordes, bastan al genio de Falla para transformar el oscuro carácter anímico que hasta este momento ha marcado la tónica de la obra para abrir un luminoso y fascinante amanecer pletórico de los más bellos augurios".

Pocas partituras en la música española y universal pueden unir tal variedad de matices, hallazgos sonoros, plenitud y emociones. Tiempo tendremos de seguir comentando aspectos de la obra, tan conocida por todos los públicos, tanto por el centenario del estreno de su primera versión como por el espectáculo conmemorativo que ha preparado La Fura dels Baus a propuesta del Festival Internacional de Música y Danza de Granada y cuyo estreno absluto se celebrará este verano, el próximo 10 de julio, en la plaza de toros de la ciudad.

En la carrera de Falla hay diversas etapas, ciertamente, muy diferentes entre sí, en estética y concepción, pero nunca en calidad e importancia. Que una obra de la belleza, intensidad y verdad de El amor brujo haya sido relegada por algunos críticos o eruditos a una menos relevante etapa andalucista nos hace recordar lo que dijo Ganivet: "El destino de lo grande es ser mal comprendido".

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