Cincuenta minutos del mejor y más agustiniano Eugène Green bastan para iluminar todas las sombras, claroscuros y debacles de este y cualquier otro festival donde se proyecte Le mur des morts, un filme de fantasmas a plena y veraniega luz parisina, un diálogo sereno y fértil entre los vivos y los muertos, un viaje fantástico en el tiempo, entre la Primera Guerra Mundial y el presente, fraguado en las formas limpias, justas, depuradas y bressonianas del más afrancesado de los cineastas norteamericanos.
Las tumbas de los soldados y sus nombres esculpidos en el muro del cementerio Père Lachaise preludian el encuentro entre un desorientado estudiante y el soldado muerto que se reencarna invocado por su mirada: juntos recorrerán las estancias íntimas de la memoria y el duelo, visitarán a la mujer que espera, a la abuela (¡Françoise Lebrun!) que sabe y al hermano pequeño desamparado, y se reencontrarán en un café con ese viejo sabio (el propio Green) que ha entendido perfectamente que en el recuerdo de los muertos y el disfrute pleno del presente habita la esencia de la vida plena, la cura de toda angustia y la esperanza del futuro.