José Antonio Griñán /

1.671 días que construyeron una democracia

Hay personas que se nos van mucho después de haber desaparecido de entre nosotros. Recientemente se nos informaba del fallecimiento, tras un largo tiempo de silencio, de Robert Dahl, el gran teórico de la democracia. Hoy nos entristece la muerte de Adolfo Suárez, uno de los más eminentes constructores de la democracia en el siglo XX. Tenía 81 años y llevaba ya más de diez desaparecido por una de esas enfermedades que te roba la memoria, paradójicamente el legado más importante que nos deja el que fuera primer presidente del Gobierno de nuestra democracia. Su vida fue un testimonio de cómo la política es la fuerza más poderosa de la que dispone un país para conseguir una convivencia de paz y progreso. Una vida larga que, sin embargo, se hace grandiosa en el breve período de tiempo que transcurre entre dos fechas inolvidables: el 3 de julio de 1976 y el 29 de enero de 1981.

Aquel primer sábado de julio del 76 paseaba con mi mujer y mis suegros por el puerto de Barbate cuando oímos por la radio que el Consejo del Reino había propuesto una terna con los nombres de López Bravo, Silva Muñoz y Suárez para presidir el Gobierno y que el Rey había designado a éste último. Confieso que me sentí tan consternado (Suárez era en ese momento ministro secretario general del Movimiento) que me senté en el malecón con un abatimiento del que tardé en salir. El tiempo y el propio Adolfo Suárez se encargarían de demostrar que esa mi primera opinión no podía estar más equivocada.

La otra fecha, la que cerraba su ingente labor, fue un jueves de invierno, el 29 de enero de 1981, en que Suárez anunciaba su dimisión como presidente, sin explicar sus motivos aunque el tiempo se encargaría de hacerlos evidentes. Aquel día me encontraba en el despacho laboralista que mi viejo amigo y compañero de curso Juan Cristóbal González Granell tenía en Madrid. Tras escuchar la comparecencia del presidente, ambos nos miramos atónitos, en silencio, con ese pesar que trae la angustia de no saber lo que habría de ocurrir. En aquellos días las conversaciones más frecuentes en el ámbito de la política venían acompañadas de ruido de sables. Se fue y nos dejó un mar de incertidumbres en fechas dramáticas. Solo en 1980 ETA había asesinado a 93 personas, la mayoría de ellas militares y agentes de los Cuerpos de Seguridad del Estado. ¿Fue una salida prematura? Es difícil de decirlo a la luz de los años transcurridos. Salió sin explicar los motivos de su dimisión, es cierto, pero aquello para lo que había sido, primero, designado y, después, sucesivamente elegido, estaba cumplido.

Así, pues, pesar y decepción cuando Suárez fue designado y tristeza y temor cuando resignó el cargo. Estos sentimientos explican suficientemente lo que había ocurrido en esos 1.671 días que hubo entre las dos fechas y los mismos que sitúan a Adolfo Suárez en uno de los puntos culminantes de nuestra reciente historia. Fue el tiempo en que se construyó nuestra democracia, el tiempo que hemos llamado de transición y que tuvo su punto culminante el 6 de diciembre de 1978 con la aprobación en referéndum de la Constitución. Antes de esa fecha, Suárez puso en marcha el proceso que llamó de reforma democrática y que terminó siendo una ruptura negociada.

El 15 de diciembre de 1976 se celebró el referéndum para aprobar la Ley para la Reforma Política que suponía el primer paso para la liquidación del franquismo y el establecimiento de una democracia parlamentaria. Una semana antes el PSOE, sin estar aún legalizado, celebró su 26 Congreso, el primero que se celebraba en España tras la guerra civil. Allí estuvieron Willy Brandt, Olof Palme, Francois Mitterand, Michael Foot, Bruno Kreisky dando su apoyo al que iba a ser la principal fuerza política de la izquierda española. En las conclusiones del congreso se propuso la legalización de todos los partidos políticos, la elección de unas Cortes constituyentes y "una conjunción de esfuerzos de todos cuantos desean una ruptura democrática". Consecuentemente con ello se acordó la abstención en el referéndum del día 15. Fue una decisión coherente con las propuestas de las fuerzas políticas unidas en Coordinación Democrática, pero también arriesgada. Todos deseábamos que el referéndum saliera adelante como en efecto ocurrió. Recuerdo que a las siete de la tarde de aquel miércoles de diciembre, Mariate me miró y me dijo: "Yo no tengo disciplina de partido y me voy a votar, no sea que nos quedemos sin elecciones". La miré sonriente y me alegré de que lo hiciera. Es verdad que faltaban aun los elementos necesarios para que se produjera un tránsito efectivo a la democracia. En aquel momento se trataba de creer, o no, a Suárez. De creer en él y en la fuerza y el valor que pudiera acumular para seguir todos y cada uno de los pasos imprescindibles para construir el edificio democrático. Había dudas no tanto por él como por las condiciones en que tenía que hacerlo, con un Ejército gobernado aún por generales que habían ganado la guerra, un ordenamiento jurídico que no era posible aplicar para crear un marco de libertades, un terrorismo que buscaba la involución y la propia inexperiencia política de la generación que había cobrado el protagonismo político. Pero lo cierto es que se hizo: En sólo seis meses Suárez lo consiguió. Legalizó a todos los partidos políticos, incluido el PCE; convocó elecciones y convirtió la legislatura en constituyente. Y no sólo eso. La transición coincidió con una crisis económica durísima que provocaba una terrible espiral de inflación (llegó a estar en el 27%) y paro. Había que construir la democracia y al mismo tiempo combatir la crisis. Y también se hizo. El 25 de octubre de 1977, cuatro meses después de las primeras elecciones democráticas desde 1936, se firmaron los Acuerdos de La Moncloa para facilitar, mediante un amplio consenso, la dificilísima empresa que afrontaba el pueblo español. Entonces los partidos políticos estuvieron a la altura de las exigencias del país. Supieron acordar medidas económicas, sociales y laborales, supieron cambiar el modelo productivo, supieron poner en marcha medidas de solidaridad y alcanzaron un año después el consenso constitucional. Todo eso tuvo sin duda el protagonismo del pueblo español. Pero también, no lo duden las generaciones que no lo vivieron, un nombre: Adolfo Suárez.

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