Virginia Bersabé | Pintora

“No nos educan en entender el envejecimiento”

Virginia Bersabé fotografiada ante uno de sus cuadros.

Virginia Bersabé fotografiada ante uno de sus cuadros. / Francisco Madrid

Los personalísimos retratos de Virginia Bersabé (Córdoba, 1990) se han popularizado con el muralismo y la serie ‘Perdidas en un cortijo andaluz’: la piel de la mujer rural, refugio y sostén de tantas cosas, adquiere otra dimensión en las paredes de esas construcciones agrícolas con los días contados. Licenciada en Bellas Artes por la Universidad de Sevilla, pasó por la Fundación Antonio Gala. Hasta la pandemia, su año se dividía entre Écija (donde están el paisaje, el lenguaje, la raíz...) y estancias en París, umbral de un mercado internacional en el que se ha abierto paso.

–¿Podríamos considerarla como exponente en artes plásticas del movimiento que, en distintas disciplinas, está rescatando la memoria de la mujer rural?

–El descubrimiento de este movimiento ha sido reciente para mí. Mi proyecto nace antes de tener conciencia de esa generación de creadores, muy potente, que nos hemos dado cuenta de que lo que nos vendieron de irte a la gran ciudad no es tan real. Por distintos motivos, hemos vuelto al pueblo y rescatado esa parte fundamental en nuestra vida.

–¿Cómo surge la pulsión por retratar a mujeres mayores?

–Del instinto como pintora. Empecé a pintar lo que me rodeaba, una familia matriarcal, con mi madre metida en el mundo de los cuidados por enfermedad de mi padre y mi abuela en casa. Generé una intimidad, un diálogo intergeneracional y un vínculo muy especial con ella. Me preguntaba sobre lo que hacía, le mostraba imágenes de la historia de la pintura y comencé a pintarla. El trabajo de mi madre en una residencia siguió alimentando ese mundo. A nivel pictórico, mi pequeño altar es cambiante, pero siempre hubo un imán hacia el desnudo, hacia la piel y lo que cuenta.

–¿Qué comentarios recibe cuando la gente ve en sus obras a esas modelos?

–Hay niveles. En la parte de información y documentación, las primeras sorprendidas son ellas: no se consideran una figura interesante en la que debas fijarte, porque los cánones de belleza y estereotipos van por otro lado. Pensando en el mercado, me han dicho que quién va a colgar esto en su casa. Pero no me interesa, cuando me dedico a pintar mi problema está con el caballete, no me planteo dónde va a ir la pieza. La reacción de compañeros y artistas ha sido de qué valiente eres por jugar con otros conceptos y forma de contar. La parte más edificante es cuando me expongo en salas, en redes y con los murales. Hay quien entra y se va porque le impresiona o no lo considera digno de ver. Sí es bonito cómo las familias o personas vinculadas al mundo de los cuidados lo valoran. Mi trabajo se genera en soledad y es como cerrar el círculo de la creación. He vivido en casa la veneración hacia mi abuela, los cuidados y creía necesario llevarlos a otros contextos. Mi forma de hablar es la pintura.

–¿Retratar el Alzheimer era una evolución lógica?

–Fue una evolución natural. Me pilló en la Fundación Antonio Gala y con mi madre trabajando en la residencia. Venía trabajando mucha piel, desnudos, la pérdida de memoria y comencé a desdibujar el retrato. Conocí a algunas mujeres que sufrían Alzheimer y a sus familiares. Fue impactante, porque no son modelos con las que pueda dialogar. Recuerdo mucho a la primera, que llevaba más de diez años encamada. El diálogo visual con ella me ha comunicado más que muchas conversaciones. Me costó enfrentarme a esa pintura porque no gestionaba bien las emociones. Volvía a casa y lo hablaba con mi madre, que me dijo, vuelve a verla y tócala y entiende lo que ocurre en ese cuerpo. Fue fundamental.

"Pintar en el muro de un viejo cortijo es una forma de sentir la misma soledad que tengo en el estudio”

–Aún nos cuesta fijar la mirada en la vejez y el Alzheimer si no nos atañen directamente y usted los lleva a la obra de arte.

–No nos educan en entender el envejecimiento. Debería ser fundamental porque somos memoria.

–Me llaman la atención también los objetos y texturas que se cuelan en los retratos, un confort doméstico en el que se han refugiado varias generaciones de la mano de sus abuelas y tías y del que parece que hemos renegado por el diseño nórdico.

–Al principio me centraba en la mujer, sola en un espacio vacío para obligarnos a mirar sólo hacia esa figura. Poco a poco me he ido centrando también en ese espacio. No somos sólo la piel, también esos elementos que guardan historias y forman parte de ese confort y del abrazo que te dan los mayores, las colchas, las mesitas de noche. Muchas mujeres no salen de esas casas. Todos nos hemos refugiado alguna vez en las faldas de la abuela, en esos estampados y colchas, en esos sofás de flores, ese entorno que sigue siendo ellas.

–¿Y cómo surgió Perdidas en un cortijo andaluz?

–En 2011 y también yo me lo pregunto. Venía de pintar grafitis, viendo qué se podía hacer con la presión de los botes, y en el estudio estaba con mis primeras inquietudes sobre la mujer mayor. Quise unirlo y llevar el trabajo a muro, pero intento recordar por qué opté por esos cortijos. Pienso que tiene que ver con lo que me conforma: vivo en el pueblo, un poco alejada y recuerdo los fines de semana yendo con mis padres en busca de cortijos, a pasear. Son la única interrupción visual en el horizonte de la Campiña. Es una forma de sentir la misma soledad que tengo en el estudio. Hablando del proyecto entendí por qué lo acaba siendo: agrupo esas intenciones, la vuelta a la raíz, la recuperación de la parte rural, andaluza y feminista que hay detrás de todo. Esas mujeres han sido pilar fundamental en esas edificaciones en el campo. Han podido ser más de 30 intervenciones. No todas duran, no resisten más de cinco años por la propia vida de la pintura, porque el edificio se ha caído o lo han hundido...

–¿Todas están en Écija?. Prepara un audiovisual...

–Estoy preparando con Hojas de Hierba Editorial un libro de edición limitada, que hable de los 10 años del proyecto, muy visual. Un arquitecto me hizo un mapa y es como una vía láctea que cruza Sevilla y Córdoba. Saldrá en 2022. Estamos con la postproducción del autodivisual, también me gustaría tenerlo a principios de año.

–Impresiona cómo casan imágenes y esas construcciones. ¿No existe una ruta?

–La gente me escribe, sobre todo ahora que se ha salido más al campo. Me llegan fotos de motoristas y ciclistas y contactan desde plataformas culturales para generar mapas y excursiones. Estoy tramitando algo con el Ayuntamiento de Écija que me gustaría que respondiera en algún sentido. Todo es efímero, en algún momento no va a haber ninguno.

–¿A qué cree que se debe el actual éxito o la fuerza del muralismo, sobre todo en entornos rurales?

–El muralismo ha existido siempre. En los últimos años, se vinculó al street art, al grafiti y al mundo más urbano, porque aparecen los aerosoles. También hay una reaparición de todo eso desde la brocha y el rodillo, de pintores que salen del estudio. El boom se debe además a la facilidad que van dando las ciudades, por las ganas de acercar el arte y la pintura a la calle, pero no de forma tan underground o tan de suburbio y a mí eso me interesa mucho. No todo el mundo tiene la opción o le puede dar miedo acercarse a una galería, a un museo o a una sala de exposiciones. Está creciendo en los pueblitos, con festivales con los que quieren recuperar la memoria de edificios como aceituneras o algodoneras. Es muy interesante porque estamos acercando algo que no era conocido a mucha gente. Lo único, que está creciendo muy rápido y creo que en algún momento va a haber algún tipo de parón y filtro.   

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