Montaje  con la Castellana en Madrid y la torre Agbar en Barcelona

Montaje con la Castellana en Madrid y la torre Agbar en Barcelona

Hace unas cuantas semanas, ha sido noticia que el PIB de la comunidad de Madrid ha superado al de Cataluña. En concreto, en 2019, el de la primera se ha situado en 240.100 millones de euros y en 236.800 el de la segunda; aportando, respectivamente, el 19,3% y el 19% del total nacional. La diferencia no es muy amplia en sus valores absolutos, y la posición podrá alterarse en el futuro, pero sí es más significativa en términos per cápita: 35.913 y 31.119 euros, respectivamente. No obstante, no es la primera vez que sucede esto: según la contabilidad regional del INE, ya se había producido en 2012 y en varios ejercicios posteriores hasta el de 2019. Como es natural, el dato ha sido objeto de diferentes interpretaciones; por una parte, como una demostración de que la políticas más liberales –o menos socializantes– tienen buenos resultados en términos de crecimiento y de que, además, la distracción separatista no sale gratis. Por el contrario, otras posiciones ven en este dato la demostración de que Madrid se ha visto beneficiada, sobre todo, por el hecho de ser la capital de España, con el consecuente impacto económico directo de una mayor presencia de actividades administrativas públicas y el del interés que pueda tener situar una actividad cerca de donde se encuentren los administradores y reguladores públicos.Probablemente, la explicación se deba a una suma de todos estos factores: las políticas económicas y fiscales de unos y otros gobiernos; la mayor presencia del Estado; el situar un objetivo no de desarrollo económico –el independentismo– como prioridad principal; o la centralidad de casi todo orden que ha caracterizado a nuestro país durante mucho tiempo. Incluso se han acuñado expresiones como “Madrid es una aspiradora del resto de España”.

La creciente tercerización de la estructura económica, a la que asistimos desde hace mucho tiempo, es un potentísimo vector de concentración de actividades productivas cuya localización no depende de factores naturales ni requiere de cercanía a recursos materiales, sino de disponibilidad y capacidad de atracción de talento humano, de facilidades para la relación entre personas y libertad de acción empresarial en el marco de una regulación razonable. Además, el sector servicios es mucho menos proclive a la deslocalización de actividades que la industria. Obviamente, es en el desarrollo del sector servicios en donde se apoya el diferencial de crecimiento de Madrid frente a Cataluña. Estamos comparando dos realidades diferentes, claro está: una región frente a una ciudad y su entorno, y dos estructuras económicas diferentes. Pero la evolución de las magnitudes económicas de una y otra parece poner de manifiesto que también en España el siglo XXI es el siglo de las ciudades. Esto es inevitable y se manifiesta en el aumento del grado de urbanización de la población mundial: 55% actualmente y 68% en 2050, según las estimaciones de Naciones Unidas. Casi valdría decir que la competencia entre espacios geográficos es cada vez más una competencia entre ciudades, no entre países o regiones. La concentración de la actividad en las ciudades y su entorno se debe a múltiples factores. Las economías de aglomeración entre ellos, que aun siendo importantes en la industria –los distritos industriales de Alfred Marshall o los cluster de Michael Porter, enunciados con un siglo exacto de distancia temporal–, parecen constituir un vector de concentración urbana en un economía tercerizada. La agricultura, como es evidente, requiere cada vez menos cantidad de trabajo y, en consecuencia, menos personas habitando en lugares próximos a las explotaciones. La industria –esto no es tan evidente para todos– tiene funciones mucho más importantes que la mera aportación al PIB y en la creación de empleo: es un motor principal de la innovación, porque es su gran demandante. Y, en gran medida, los constituyentes de esa innovación no se producen en el entorno en donde se sitúan los establecimientos industriales, sino en los lugares de acumulación de conocimiento técnico.

En el imaginario colectivo, Cataluña es una gran comunidad con vocación empresarial, que asentó su desarrollo en una potente capacidad industrial, animada por una burguesía muy emprendedora. Su capital, Barcelona, ha sido contemplada como la avanzada de la modernidad en nuestro país; el soporte para todo tipo de desarrollo cultural; lo más próximo en España a sociedades europeas más avanzadas. Madrid no era más que una ciudad que había crecido sólo por haber sido elegida como capital de España en 1561, para terminar con la itinerancia de la Corte, y que su desarrollo se debía a la vocación centralista de los posteriores reinados y gobiernos; intensificada por los primeros Borbones, y manifestada en la sucesiva acumulación de instituciones públicas de toda naturaleza y de las privadas a las que convenía la cercanía física a la dirección del Estado. Manifestada también, desde luego, en el diseño radial de las infraestructuras de transporte (Madrid, capital París es un libro de Germà Bel que merece ser leído).

Todo esto es cierto, y parece que ni siquiera o apenas se ha contenido con la centrifugación de la Administración pública tras la Constitución de 1978. Es verdad que no ha habido una verdadera tensión por distribuir en el territorio aquellos organismos de la administración central para los que no fuese absolutamente imprescindible estar radicados en la capital del país. Apenas algún gesto, como la Comisión del Mercado de las Telecomunicaciones, que tuvo sede en Barcelona hasta su integración en la CNMC.

Pero el impacto económico verdaderamente tangible de la capitalidad; sobre todo las rentas provenientes de los empleos públicos, no explica por qué el PIB de Madrid ha superado el de la comunidad situada en primer lugar durante muchos años. La diferencia de empleo en la administración del estado entre Madrid y Cataluña era, en julio de 2020, de 125.000 personas, pero la distancia se reduce a 77.000 personas si se considera la totalidad del empleo público en una y otra comunidad. Esta diferencia no explica, por sí sola, ese noticioso adelanto del PIB, máxime si se tiene en cuenta que, a final de 2019, antes de la crisis, en Cataluña había 303.000 personas ocupadas más que en Madrid. La cifra de ocupados antes de la crisis era bastante similar en el sector servicios y en la construcción (2,6 millones y 200.000 en cada uno de ellos), pero distante en la industria, claro está, y en la agricultura, sector en el cual la cifra de Madrid es minúscula y en Cataluña es muy modesta. No es, pues, el empleo lo que explica el hecho objeto de este artículo

La composición del PIB de una y otra comunidad confirma la idea que todos tenemos sobre sus estructuras económicas. Una agricultura irrelevante en Madrid, una industria manufacturera madrileña que es apenas un 40% de la catalana, un sector de la construcción prácticamente similar entre ambas comunidades, cierta ventaja para Cataluña en las actividades inmobiliarias, comercio y hostelería; y también ventaja, aunque reducida, en el valor añadido de la suma de actividades de administración pública, educación sanidad, y servicios sociales. ¿Dónde está la diferencia? Pues en las ramas de información y comunicaciones; finanzas y seguros; y actividades profesionales, científicas y técnicas. Conjuntamente, el valor añadido generado por estas tres ramas en Madrid ha superado en 30.000 millones de euros el generado en Cataluña, también en 2019. Estas ramas se encuentran entre las más dinámicas de las economías modernas y su progreso en una localización determinada se asienta en la capacidad de atraer talento. Aceptemos que el impulso inicial pueda haberse debido al efecto de atracción de la sede social, pero las empresas mudan de domicilio si el lugar donde radican no les proporciona el acceso a los recursos que precisan o no pueden atraerlos, y en el caso de los servicios avanzados el recurso es, sobre todo, el talento humano. Los sucesivos gobiernos de Madrid han puesto empeño en crear un entorno atractivo para las empresas y para las personas, fiscalidad incluida ¿por qué no, si es la comunidad que más aporta al resto?; mientras que los gobiernos catalanes –y buena parte de su sociedad– han optado por otra prioridad: construir un condado independiente, lo cual es completamente respetable, pero tiene consecuencias que no pueden ser ignoradas ni mucho menos justificadas con el endeble argumento de la ventaja de la capitalidad. Endeble digo, porque no es más que una excusa de jartible.

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